Saturday, September 30, 2006

En torno al barón


Lo que he escrito sobre el barón es totalmente verídico y ocurrió en Praga hace doce años aproximadamente. El primer post me resultó fácil escribirlo pues disponía de algunas notas, en cambio la continuación se ha hecho esperar, no anoté nada sobre las semanas posteriores a su muerte y recordar no ha resultado un ejercicio nada agradable. He escrito lo esencial que es lo que recuerdo, con cierto desorden cronológico que es inevitable porque ha transcurrido ya mucho tiempo. Hay más recuerdos, podía haberme extendido más, a decir verdad todo lo contado es cierto pero todo no lo es. Como digo no me resulta agradable recordar y prefiero zanjarlo de este modo.

Puede parecer vanidoso por mi parte unir mi nombre al de personas con una determinada posición. En realidad lo llamo barón porque este título figuraba junto a su nombre en la invitación que nos envió para la cena de diciembre de 1994. Por supuesto desde que me pidió que lo tuteara nos llamamos siempre por nuestro nombre de pila y nunca llegué a comentar con nadie ese detalle, ni siquiera con él. Aquí lo utilizo más como un recurso literario, porque resulta llamativo y para evitar abusar del uso de las iniciales de los nombres. La amistad hubiese sido la misma por mi parte si hubiese sido el tendero de la esquina o eso quiero yo creer... En cualquier caso el personaje era él y no yo, por su facilidad en las relaciones humanas, su afabilidad, su sentido de la amistad, su habilidad por envolverse de un halo de misterio... A mí me interesó y mucho su amistad, en cambio con los demás, fueran embajadores o simples comerciantes a menudo el trato no pasó del saludo o de breves comentarios intrascendentes. Un año y medio después de su muerte abandoné yo la ciudad y cuando he regresado, en estancias muy breves, me he encontrado con algunas amistades que conservo y que no tienen nada que ver con aquéllas del entorno del barón.

Nuestra amistad duró poco más de un año. Todo empezó cuando un paisano con quien mantenía yo una relación laboral me contó que acaban de crear un club destinado más bien a empresarios y profesionales, se reunían una vez al mes para cenar en un céntrico hotel y organizar una serie de actividades aparentemente benéficas. A él no le interesaba pero me animó a ir. El club lo presidía el barón y ese mismo día decidí que tenía que ser el inicio de una gran amistad. Me llevó su tiempo: cuando murió hacía muy poco que nos llamábamos con asiduidad y nos citábamos a cenar cada viernes en el restaurante de la plaza de Belén.

Nuestra relación no traspasó el ámbito de la amistad. Mi deseo era que entre nosotros hubiese una "amistad necesaria" compatible con mis aventuras sexuales con las personitas del momento. Yo a él le incentivaba las aventuras sin mañana, pero me ponía en guardia cuando se encaprichaba de alguien en concreto para algo más sólido e intentaba quitárselo de la cabeza. Sentí aprensión cuando una vez me dijo que se iba de viaje de fin de semana con un empleado por el que sentía una creciente atracción. De regreso me contó el desastre y aunque tuve que fingir la realidad es que me sentí muy aliviado.

Desgraciadamente todo resultó demasiado breve. Habíamos empezado a hablar de planear negocios juntos, si nuestra relación progresaba podríamos llegar a compartir un mismo techo, me decía a mí mismo. Mi confianza en él era absoluta, parecía que a su lado ningún proyecto estaba vedado. Yo vivía en el aspecto económico un momento dulce, su amistad, mis amantes, la vida asequible en la más bella ciudad del mundo... al fin todo parecía estar absolutamente a favor. Ocurre que aunque se tenga cuidado -y él por cierto no lo tuvo- suceden cosas graves. Como un motor que se detiene en el aire el regreso a tierra firme resultó un golpe muy duro.

Friday, September 29, 2006

La última cena con el barón (II)



"Hay muertes que serían vanas si uno no tuviera el coraje de mirarlas cara a cara, de abrazar esas realidades del frío, del silencio, de la sangre coagulada, de los miembros inertes, que el hombre cubre tan pronto de tierra e hipocresía" (M. YOURCENAR)


La noticia de la muerte del barón se extendió como un reguero de pólvora. Sus amistades eran numerosas: embajadores, empresarios extranjeros y locales, jóvenes amantes algunos de los cuales supimos un día que compartíamos... Como si de una extraña premonición se tratara un par de meses antes de su muerte, al filo de la Navidad, nos invitó a todos -con sus empleados en el lugar de los amantes- a una cena en un lujoso restaurante de la plaza Malostranské. La anécdota de aquella velada, que no pareció tener un motivo preciso, la protagonizó el Sr. S. con quien precisamente compatiríamos la última cena en V Zátisí. Al final hubo brindis y algunos tomaron la palabra para agradecer la amable invitación. S., cuya amistad con el barón lo llenaba de vitalidad y esperanza, intervino para reñir al orador que le había precedido pues, a su parecer, se había mostrado parco en elogios hacia el anfitrión.

Tras recibir la noticia de la muerte por un supuesto accidente de circulación llamé a los amigos comunes más próximos. El sr. S., muy abatido, me contó que el barón le había confesado hacía poco tiempo que "iba a ganar tanto dinero que podría retirarse para el resto de sus días" extrañándose de que yo no estuviera al corriente de ello, ni de que me hubiese pasado inadvertido el fajo de billetes que sacó para pagar esa última cena. El barón tenía cuarenta años pero su madurez, la solemnidad de sus gestos y la sobriedad de su vestimenta -solía ir enfundado en trajes oscuros con discretas corbatas- le conferían un aspecto de persona mayor. Cuando di la noticia al sr. G.S.- otro abuelito encantador por quien sentíamos un especial aprecio- me pidió disculpas y colgó el teléfono.

Un vecino del barón, miembro también del club de empresarios que éste presidía, recibió la visita de la policía poco después de hallarse el cadáver. Este se encontraba a varios kilómetros del coche accidentado. La improbable hipótesis de que hubiese ido andando, herido, en busca de auxilio quedaba descartada porque entre ambos lugares había unos edificios de viviendas donde pedir ayuda.

Tuve miedo durante algunos días. Sentado en mi oficina miraba constantemente el tragaluz de la pared: desde la calle era un blanco fácil. Los rumores alimentaban ese temor infundado: la mafia rusa, los socios alemanes de quienes pretendía zafarse... "Ya sabes cómo las gastan los alemanes..." me espetó en cierta ocasión un conocido, director de hotel, como si oír nombrar a la mafia rusa, asociada a periódicos tiroteos con víctimas, no resultara ya suficientemente alarmante.

El sr. G.S. me confesó un día que la causa de la muerte se debió a un apuñalamiento. No entendí esta palabra en checo, entonces extendió el brazo, cerró el puño y lo acercó en un rápido movimiento hacia su pecho. G.S. había obtenido la información de otro amigo común, un médico que se había interesado por el caso preguntando a su colega forense.

A medida que transcurrió el tiempo decayó el interés por el suceso. La policía investigaba, había acudido a casa de S. "Fíjate si son bobos que sólo me preguntaban por lo que habíamos comido, como si lo hubiesen envenenado", me dijo. Un amable inspector acudió a mi oficina: "¿recuerda usted el menú?". Obviamente algunas preguntas iban destinadas sólo a valorar la sinceridad de nuestras respuestas.

El vecino del barón, como el resto de amistades, seguía sin explicarse nada. "La casa estaba desordenada, el cuerpo junto al bosque en un camino sin salida, el coche a varios kilómetros de distancia..." ¿Un camino sin salida? Entonces recordé que una vez el barón me confesó que solía ir a un lugar en las afueras donde algunos hombres se citaban con jóvenes para pasar un rato, sin bajar del coche se producía un intercambio... "Pero si pasa otro coche os puede ver..." le dije, sorprendido. "No, no pasa nadie. Es un camino sin salida". "Eso es peligroso" le contesté, alarmado. Pero no volvimos a hablar de este asunto.

El informe policial fue remitido a la embajada y no me consta que trascendiera. Pienso que el barón fue muy imprudente al acudir a semejante cita con mucho dinero, que se resistiría al robo y que el otro sacó el arma. Luego huiría en el coche y a una cierta distancia lo abandonaría arrojándolo por la cuneta. Pero la verdad no la sé, es sólo mi versión a partir de numerosas conversaciones y de pasar un día por el lugar de los hechos.

El cuerpo del barón permaneció varios meses en la morgue del hospital de Krc, como olvidado, antes de ser repatriado a su país. Se comentó que sólo había dejado deudas. Un día llamé a la madre -una mujer ya mayor,viuda y sin más hijos- para decirle que su hijo había sido una persona excepcional, que durante esos pocos años en la ciudad se había granjeado muchas amistades, que estábamos muy tristes por lo ocurrido... Me respondió con voz dulce y serena que su hijo perdió a su padre siendo muy joven, que no había tenido suerte en esta vida.

Tuesday, September 26, 2006

Cuando viene él



"Todo es nada cuando está dentro: todos los dolores se olvidan..." Eugenia, personaje del Marqués de Sade.


Le pregunto como está. Está bien. Le pregunto como va el trabajo. Va bien. Se dirige hacia la habitación. Apago la luz, enciende la lámpara.

Nos desnudamos en la penumbra. Se tumba en la cama, acerco mi boca a su vientre. Deslizo mi lengua por su miembro hasta que se endurece y no cabe en mi boca. Me aparto a un lado, tomo la crema de la mesita. Hundo dos dedos en la crema, luego entre mis nalgas. Acerco mi espalda a su pecho. Permanecemos tumbados de costado, penetra suavemente, se mueve a un ritmo constante. Siento dolor físico y placer psicológico, si lo deseara no podría huir. Acelera el movimiento, gime levemente. Se contrae, vacía, se desploma.

Abro el armario, no hay nadie en él, saco un pañuelo blanco para limpiar su sexo dormido. Nos vestimos y regresamos al salón. Me dice que lo llame cuando quiera y se va.

Me gusta que sea así, que no se aparte del guión establecido: no hay nada de que hablar ni otra cosa que hacer. Todo fríamente, como en un acto quirúrgico. Soy un reloj en una nevera.

Friday, September 22, 2006

Un ser muy libre




"We are as deeply afraid to live and to love as we are to die." (RONALD LAING)


Como el pájaro colorado de la "Big Island" A. me pareció un ser muy libre, alguien que decidía y vivía conforme a sus propias leyes. Toda vida es valiosa pero no concedo a todas un mismo valor. Pienso que un hombre vale por el grado de libertad que ha conquistado y por la toma de conciencia de sus responsabilidades hacia sí mismo y hacia los demás. Un hombre es valioso según asuma su libertad y responsabilidad o las niegue.

De todos modos no todo se limita a una elección, determinadas circunstancias nos vienen dadas. Por un azar A. nació en un país que le garantizaba determinados cuidados, una educación, un futuro. Otro azar -esta vez genético- no lo predispuso a la vida convencional a la que estaba predestinado junto al resto de su generación. Hubiese formado una familia, posiblemente hubiese abandonado la aldea manchega por una ciudad donde hubiese ejercido cualquier profesión no relacionada con la estética. Esposa, trabajo, hijos, nietos: es evidente que ese azar le libró de numerosas ataduras. El entorno familiar y social influyeron en sus intereses: un niño que dibujaba sobre una hoja de papel era una manera de permanecer tranquilo, había que estimularle a seguir haciéndolo. Lo importante es nuestra elección pero sólo estamos en condiciones de tomar decisiones cuando somos adultos, cuando el azar, la genética y el entorno ya se nos han impuesto inexorablemente.

Me gustó A. o, mejor dicho, me gustó su forma de insertarse en el mundo. Quizá le pueda reprochar una cierta tendencia a la escenificación pero no lo voy a hacer. Como he contado anteriormente pasé mis apuros en el aeropuerto de Hilo, si en lugar de otro varón se hubiera abrazado y besado con alguien del otro sexo yo no hubiese experimentado ninguna incomodidad. La misma sensación cuando una noche acudimos a un hospital : yo me moría a causa de un simple resfriado, él empezó a tontear con el médico. "¿Se llama usted Cruz? Oh qué bien, como Tom Cruise...". Pero como digo no le reprocho nada. Por un lado el error era mío por conceder a la opinión ajena una importancia exagerada, tal vez por esa excesiva conciencia de mí mismo. Lo que puedan hacer en público un hombre y una mujer lo pueden hacer dos personas del mismo sexo o lo justo es que así fuera, en cualquier lugar y en todos lo casos. Por otro lado si él tenía esa tendencia a la escenificación yo tengo otras y, de hecho, todos tenemos nuestros puntos neuróticos y/o psicóticos.

Hace pocos meses el doctor A.C. me hizo unos comentarios que ponían de relieve la relación de A. con el dinero. "Fíjate -me escribía- se ha empeñado en irse a México para visitar a un dentista. Entre el viaje y la estancia le va a salir más caro que hacerlo aquí en Nueva York". Yo entendí que la visita al dentista era la excusa para viajar, quizá para huir al mismo tiempo del frío de Nueva York. A. pintaba, obtenía algún dinero cuando conseguía vender sus cuadros y entonces se lo gastaba en lo que más quería: viajar. No se permitía ningún capricho caro pero tampoco daba la impresión de echar de menos alguno. Ante el lienzo en blanco pensaba más en lo que iba a plasmar que en el proceso a seguir para venderlo o en el dinero que iba a obtener por él. "Vive al día", sentenció A.C. entre el desdén y la impotencia.

Wednesday, September 20, 2006

Toda la belleza del mundo (II)



"La beauté se raconte encore moins que le bonheur" (SIMONE DE BEAUVOIR)


Probablemente el primer día de mi estancia en la "Big Island" acompañamos a D. al aeropuerto de Hilo. No ubico muy bien cronológicamente las imágenes que conservo en la memoria pero pertenecerían a ese primer día. En el pequeño aeropuerto repleto de turistas A. escenificó una dulce despedida del amigo enfermo. Lo abrazaba tiernamente mientras le dirigía palabras afectuosas. Pensé que el abrazo sería breve, había tanta gente alrededor... pero se prolongaba, se eternizaba, y opté por dar unos pasos hacia atrás sin saber adonde dirigir la mirada. Ellos siguieron abrazándose, acariciándose y besándose como si estuvieran en el salón de la casa de madera y yo me seguí alejando discretamente. Los turistas que no habían decidido mirar hacia otro lado contemplaban todo con incomodidad. Al fin D. desapareció por la escalera mecánica y fui al encuentro de A. que había empezado a buscarme.

La estancia en las islas fue un placer para los sentidos. Playas de agua cristalina vacías, la calzada rojiza de la carretera bajo la sombra de airosas palmeras, jardines de orquídeas y bambú, tortugas bronceándose en la arena... En todas partes se veían pequeñas iglesias y templos budistas de madera. Pisábamos la lava negra escuchando el eterno oleaje del océano mientras un viento salobre hacía crepitar nuestras mejillas. Me dejaba sorprender y acariciar por la lluvia del atardecer, breve e intensa como un acto de pasión.

Al final de mi estancia D. regresó de California y se unió a nosotros en Honolulu. Empezaba a intentar sobreponerse al pronóstico de los doctores, la enfermedad estaba ahí pero había que olvidarla para impedir que lo atormentase, que ensombreciera ese futuro limitado. A ratos lo conseguía y A., con su optimismo, con su tendencia a comentarlo todo y a verlo todo hermoso, contribuía decisivamente. Sin embargo a veces D. se mostraba mohíno y desmañado, A. reaccionaba entonces con lamentos y reproches, que recordaban a los de una madre dominante, y el otro se defendía con humor llamándole "my mother from Málaga".

Disponíamos de hermosas vistas sobre el canal desde la habitación del hotel, una torre circular de considerable altura. Pensé que D. alquilaría una habitación para compartir con A. de modo que yo dispondría esas dos últimas noches de una merecida soledad. Pero me preguntó si había inconveniente en que D. se alojara en nuestra habitación, le recordé que había sólo dos camas pero me respondió que a D.le gustaba dormir en el suelo. Con una sonrisa cómplice, como para terminar de convencerme, me confesó que D. dormía desnudo con su larga pinga al aire...

D. durmió en el suelo y quiso despedirse de mí preparando un almuerzo en la habitación que disponía de cocina y frigorífico en un mismo espacio. Algo simple y rápido: jamón dulce y queso entre dos lonchas de pan tostado. Ya me daba igual, al día siguiente regresaba a Europa. Me senté al borde de la cama a leer cualquier cosa mientras D. preparaba las tostadas y A. se encerraba en la ducha. De pronto un fuerte olor a quemado me hizo levantar los ojos para ver a D., difuminado por una intensa humareda, batallando por apartar del fuego los panecillos ennegrecidos. Al mismo tiempo salió A. del baño, con una toalla blanca atada en la cintura, y empezó a abroncar a D. por su torpeza mientras nos apresurábamos a abrir todas las ventanas de la habitación.

Me gusta encontrarme con A. cuando viene a Europa aunque no siempre es posible. Muy a su pesar tuvo que abandonar el paraíso porque su amigo el doctor A.C., a cuya vieja amistad recurrió tras la muerte de D., decidió que ya no tenían edad para vivir en un lugar alejado de todo, instalándose en Nueva York. Uno es la emoción en grado puro, el otro es la razón. A A. le desagrada el frío y echa de menos la playa de lava, el cielo estrellado, los pajaritos rojos y tantas otras cosas. Me han invitado pero me resisto a ir porque en esa urbe grandiosa lo encontraría desubicado, como un pajarito colorado perdido en el Ártico. De hecho sería la misma sensación de extrañeza que experimentó él cuando me visitó en mi pueblo de adopción, rodeado de campos de olivos y de almendros. A mí que me conoció tan feliz en la "Ciudad Dorada de las Cien Torres"... Y es que la vida es así, a nosotros nos separó de toda la belleza del mundo.

Saturday, September 16, 2006

Toda la belleza del mundo (I)


A. era un ser libre: comía cuando tenía apetito, dormía cuando tenía sueño y amaba a sus amantes -o el amor que se inventó por ellos- hasta el día que se deslizaban a su respectiva tumba. Era un manchego jovial y positivo que vivía en una isla remota y paradisíaca rodeado de palmeras, orquídeas, playas de lava y pajaritos rojos. Me lo presentó un amigo común en Praga que iba a exponer sus pinturas en su café-librería del distrito de Vinohrady. A la inauguración acudí con cierta aprensión pues él confiaba demasiado en el éxito de la exposición, que sus lienzos gustasen y se vendiesen, y yo no entendía de pintura, lo abstracto lo rechazaba, era un poco especial y me dije que tendría que mentir para no herirle. Afortunadamente no hubo necesidad: A. había combinado las líneas atrevidas del modernismo praguense, que yo tanto admiraba, con la exhuberante vegetación tropical que él llevaba en su cabeza. La belleza creada por el hombre y la del propio creador, o sea toda la belleza del mundo. Me quedé las cúpulas de la Loreto con sus cruces doradas, flanqueadas por palmeras y flores rojas bajo un cielo que anunciaba lluvia tropical.

A. permaneció pocos días en la ciudad pero no dejó un solo día de recorrerla hasta el extremo de romper los pantalones cortos de piel que lució todos los días junto a coloridas camisas hawaianas. Llegó incluso hasta el lejano castillo de Konopiste de donde volvió extasiado porque había visto "las piernas más vigorosas y hermosas que había visto nunca". Me invitó a visitarle a su casa del Pacífico y, no queriendo despedirse sin una gentileza para los amigos comunes que lo habían alojado en su casa y organizado la exposición, propuso entregarles el pantalón roto de piel porque siempre les sería útil como trapo de limpieza.

Un año más tarde llegué de anochecida, procedente de Los Angeles, al aeropuerto de Kona. A. se abalanzó hacia mí blandiendo una guirnalda de orquídeas blancas que me puso a modo de collar, como sucede en las películas ambientadas en islas paradisíacas. Cruzamos la Big Island de costa a costa por carreteras desiertas y bajo una fina lluvia, acostumbrándome al cambio automático de marchas del coche que había alquilado. Cuando llegamos a la urbanización de Kapoho, con casonas de madera ocultas entre palmeras frente a una playa que el volcán había cubierto de lava, A. propuso saludar a su amigo D., que vivía solo en una casa próxima a la suya, pues a la mañana siguiente se hospitalizaba en California por una seria enfermedad de próstata. Casi sexagenario como él y padre de familia numerosa con hijos ya adultos D. acababa de deshacerse del armario, de refugiarse en la isla y finalmente de tropezarse con A. entre unos matorrales cercanos a la playa de lava. Llamamos a la puerta y aparició medio dormido un hombre alto y fuerte con los ojos transidos, una larga melena rizada de rubio desteñido y un bigote blanquecino entre las mejillas rosadas. Le deseé good luck, mi inglés tampoco daba para muchas florituras.

Al llegar a la espaciosa casa de madera de A. éste se dirigió directamente al frigorífico para sacar un enorme pescado y mostrármelo durante varios minutos sujetándolo por la cola con el brazo extendido. "¿Qué te parece? Es nuestro almuerzo para mañana", me dijo. "Pero ¿tú sabes cocinarlo?. "Bueno... lo meteremos en el horno" contestó. Entonces pensé que iba a pasar allí veinte días, que el restaurante más próximo estaba en la ciudad a no sé cuantas millas y que yo estaba acostumbrado a los restaurantes praguenses, relativamente económicos. Por si fuera poco acababa de observar que en la cocina había una grandiosa pintura de la diosa del volcán, una mujer de formas generosas tumbada desnuda en la playa, sin que la afease la menor mancha de grasa. De la diaria copa de becher, ese bendito orujo medicinal, preferí no acordarme. Me mostró mi habitación. La almohada desprendía un olor extraño pero la funda estaba limpia. Era yo quién debería adaptarse a los olores del trópico.

Al día siguiente visitamos Hilo, la ciudad más próxima, con su jardín japonés y convencí a A. para almorzar en un restaurante. De noche, en la casa de madera, nos despertó el teléfono. Sin duda era D. desde California. Nada más colgar A. dirigió sus pasos hacia mi habitación para comunicarme, sin mirar si yo me había despertado o no, que a su amigo los médicos le habían pronosticado sólo dos años de vida. "Qué horror" acerté a decir mientras me incorporaba. "Sí, fíjate, otra vez me quedo sin sexo" me respondió con infinita pena mientras se le humedecían los ojos.

(Continuará.)







Thursday, September 14, 2006

Triste domingo


"No entres discretamente en esa buena noche. Deberías encenderte de furia a la caída del día. Rabia, rabia ante la luz que se apaga". (DYLAN THOMAS)


Una especie de leyenda pretende que en Budapest los suicidas van tatareando la melodía de Szomorú Vasárnap (Triste domingo /Gloomy sunday) mientras se dirigen hacia alguno de los puentes sobre el Danubio. Me parece una pieza demasiado bella como para recodarla camino de la última cita, cuando uno ha decidido quitarse de en medio para reunirse consigo mismo. Muy bella y delicada y nadie como los cíngaros, con sus violines y cimbalones, para interpretarla con maestría.

En la red sólo he encontrado dos versiones: una de una cantante negra, Billie Holliday, que más que invitar a lanzarse al río invita a tirarse al barquero y otra, cantanda en alemán, con imágenes de oficiales nazis en el vídeo, que invita directamente a disparar por la espalda al primero que se acerque.

Yo la escuché por primera vez en la koliba de Praga, una réplica de las acogedoras tavernas de madera de los Tatras, curiosamente situada cerca del puente de Nusle, el preferido por los suicidas locales. Acudía allí con frecuencia y una noche pregunté a los cíngaros que la interpretaban por el nombre de aquella canción que cuando empezaba a sonar provocaba el silencio de los turistas.

En Praga el puente de la muerte fue construido para facilitar el acceso entre el centro y el sureste de la ciudad. Una noche mientras lo cruzaba en mi coche vi de refilón una sombra encaramarse por la reja y es que las autoridades habían decidido colocar, como medida disuasoria, unas altas rejas a ambos lados. Un obstáculo para nada insalvable: atravesando el puente por la estrecha acera se podían observar algunas partes en las que el alambre había sido cortado. Debajo del altísimo puente había una estación de servicio y las calles del barrio de Nusle con sus viviendas.

En un apartamento próximo al puente vivían su exilio S. y M., croata ella y serbio él, en la misma época en que el odio interétnico desangraba su hermoso país. A veces, por la noche, oían un estrépito sobrecogedor pero ya habían decidido no asomarse más a la ventana, ya sabían lo que había sucedido. M., con la voz suave y la barba canosa, con su aires de gran monje ortodoxo, tranquilizaría en esos momentos a su esposa hasta que decidieron instalarse en otro lugar de la ciudad. Y es que ellos, que quisieron permanecer lejos de la muerte de sus propios amigos en los campos de Yugoslavia, difícilmente podían soportar que la muerte osara instalarse al lado mismo de su casa.

Monday, September 11, 2006

Una mujer necesaria


"Vous ne saurez jamais que votre âme voyage comme au fond de mon coeur un doux coeur adopté; et que rien, ni le temps, d'autres amours, ni l'âge, n'empêcheront jamais que vous ayez été". (M. YOURCENAR)



Superó a sus compañeros masculinos de promoción en la Sorbona excepto a uno: Jean Paul Sartre. Todo quedaría en casa porque Sartre, bajito y estrábico pero inteligente y dotado de mucha labia, se convirtió en el amor necesario con el que formó una pareja de leyenda. Ella era guapa, con ojos azules y solía lucir algún turbante que además de concederle un aire de discreta elegancia parecía indicar donde se hallaba la parte más privilegiada de su cuerpo. Permanecieron siempre unidos, construyeron un mismo pensamiento, pero raramente convivieron bajo un mismo techo y se permitieron numerosos amores contingentes, o sea relaciones secundarias que, aun siendo importantes a veces, no pondrían nunca en peligro su relación privilegiada.

Ambos fueron pensadores que ejercieron una enorme influencia durante la segunda mitad del siglo XX. El ejerció ante todo de filósofo mientras que Simone destacó por su faceta de memorialista después de la publicación de una obra que causó impacto en la época y que se considera como la biblia del feminismo. La obra de él iría más bien destinada a universitarios e intelectuales, ella se dirigiría al gran público contando su propia vida, sus viajes, sus opiniones, sus gustos, lo que sin duda venía facilitado por su personalidad narcisista.

Sartre tuvo algo de seductor compulsivo, así que no fue gran cosa como amante. Simone, a pesar de preferir en el fondo a mujeres más jóvenes, vivió historias apasionadas con hombres también algo más jóvenes que ella como J.L. Bost, Claude Lanzmann y el escritor norteamericano Nelson Algren que fue el que peor digerió el papel contingente que tenía asignado de antemano. Consciente de las limitaciones en materia de tolerancia de los tiempos en los que le tocó vivir sólo después de su muerte apareció el abundante material epistolar con Sartre y Algren, y ahora el de Bost, que ponía de relieve la libertad con la que Simone había decidido vivir su afectividad.


Simone de Beauvoir fue una adelantada a su época. Empujó a muchas mujeres a luchar por la igualdad de sexos pero también resultaron muy valiosas sus reflexiones sobre el ateísmo. "La meditación sobre la muerte es la suprema sabiduría de los que ya están muertos" escribió en cierta ocasión. Fustigó a la burguesía de la época a la que acusó de "trazar del hombre los retratos más negros, para demostrar la necesidad de un dios que concibe a su imagen". Se creó muchos enemigos entre los sectores más conservadores de la sociedad pero lo encajó bien, consciente de que determinadas oposiciones no hacen más que favorecer a uno. Junto al firme compromiso de mirar siempre a la realidad de frente, con los ojos abiertos, quizá lo más admirable fue su capacidad por vivir felizmente y con optimismo a pesar de mantener un constante rachazo y enfrentamiento con buena parte de la oscura sociedad de su época.

Saturday, September 09, 2006

El apartamento de la calle Lonyái



"Mon cher amour, comme c'est rassurant que vous existiez, pour moi ça suffira toujours à sauver le monde" (SIMONE DE BEAUVOIR)


Nos cruzamos en el vestíbulo de los baños una tarde de invierno triste y opaca como la lluvia sobre el Danubio. Vestía una chaqueta de piel del color de sus ojos, grandes como bayas de alheña. Sentados en los bancos del vestíbulo jóvenes ociosos mataban el tiempo con una cerveza en la mano. Tras mirarme de soslayo N. se deslizó subrepticiamente hacia la puerta. Le pregunté por su amigo F. pero eso era lo de menos. Nos citamos para el día siguiente en Kálvin Tér y se despidió con una sonrisa que tanto más que en sus labios se hallaba en sus ojos.

Meses atrás había contemplado por primera vez su cuerpo voluptuoso tendido en un banco de mármol, apenas alumbrado por la luz natural que se filtraba por el ojal cristalino de la cúpula. Acababa de conocer a su amigo F. y me precipitaba, con las manos impregnadas, hacia las duchas. No era tanto una aversión por los fluidos del otro sobre mi piel como por el propio sudor - que prestaría incluso una rigidez tensa a mi cuerpo- lo que me urgía a lavarme dejando para otro momento dirigirme a N.

A la cita llegué con un incomprensible retraso pero él estaba allí con las manos en los bolsillos de la chaqueta. Había llovido durante la noche, la nieve se derretía y se desplomaba desde las azoteas mientras caminábamos por la hermosa calle Lonyái hasta el apartamento que había compartido con F. Un estrecho pasillo con el piso de madera y la pared revestida por un gran espejo rectangular franqueado por dos imponentes figuras humanas de piedra conducía hacia la habitación, profusamente decorada de pinturas, esculturas de bronce, tapices y una antigua estufa de mayólica junto a la ventana. N. empezó a desnudarse, a mostrar con naturalidad sus miembros firmes, diamantinos, en ese lugar suntuoso.

Volvimos alguna vez más al apartamento de la calle Lonyái hasta que tuvimos que separarnos. Meses más tarde, cuando regresé a la ciudad N. ya no estaba. Nada me garantizaba que volviera a verle y eso me perturbaba terriblemente.

Un día en los baños vi a su compatriota Svetan y me confirmó que N. había regresado a su país pero no disponía de contacto alguno con él aunque podría intentar conseguirlo. Svetan hablaba un eslovaco extraño, trufado de palabras de otras lenguas eslavas, y yo me dirigía a él en checo. La comunicación resultaba fluída salvo cuando aparecía bien regado en alcohol, entonces mostraba su rencor hacia N. por haberse negado a sacarle de algún apuro o me daba la lata contando sus desavenencias con la mujer con la que convivía cuando no lo echaba de casa. Pero un día Svetan trajo buenas noticias: se había encontrado en los baños al italiano amigo de N. y le había facilitado los números de teléfono de N., de F. y el suyo propio.

Resultó difícil entenderse con F. Me dijo que N. estaba en la cárcel, que el problema era muy serio pero su inglés no dio para mucho más. Llamé al italiano que se encontraba ya en su país, me dio más información y quedamos en vernos en el transcurso de su próximo viaje.

Svetan me había advertido que el italiano era "un gran señor". Me puse camisa y corbata y me dirigí raudo a la tranquila cafetería próxima a Batthyány Tér. Tras una larga espera apareció un barbudo grasiento luciendo una vistosa camisa desabrochada hasta el ombligo y un pantalón corto. "Sono P.", me saludó. Durante más de dos horas permanecimos hablando, cada uno en su idioma pero sin grandes problemas de comprensión. Me habló con pasión de los años que había vivido en la India y con cierta ternura de N. y su familia. N. cometió una estupidez, algo propio de su juventud, la madre lo atribuía a las malas compañías como suele suceder en estos casos, pero podían caerle hasta cinco años de cárcel. El italiano enviaba semanalmente a la madre varias cartas en las que introducía algún billete de escaso valor de este modo si la carta se extraviaba no se perdía una cantidad importante. Me pareció un método extraño pero que revelaba el sentido de la amistad de P. "Desde hace tiempo no hay nada sexual con N." me confesó sin preguntarle. Alguna herencia mística de su pasado hindú, me dije.

Había citado a F. en la estación de una ciudad importante. De allí nos dirigimos hacia el norte, a una ciudad próxima al centro penintenciario. F. quiso conducir pero resultaba temible atravesando las pequeñas aldeas sin que se le ocurriese reducir la velocidad. Llegamos de anochecida, reservamos una habitación de hotel y preguntamos por un restaurante. Cenamos en una terraza que parecía animada, era julio y hacía mucho calor. F. era disciplinado, tenía un abundante cabello corto, color de lino, y unos pequeños ojos azules. Pensábamos cómo encontraríamos a N., nos entristecía enormemente tener que verle en ese lugar. En Budapest había trabajado y había sabido ahorrar, lamentablemente de regreso a su país había prestado dinero y había dilapidado el resto en negocios sin mucho sentido. Aquella noche hubiese resultado difícil conciliar el sueño sin la ayuda de F. que terminó por agotarme.

La cárcel era de alta seguridad y se hallaba en una isla en el curso del Danubio. Su nombre suscitaba aún temor en todo el país pues durante décadas había servido también de lugar de encierro y tortura de la disidencia al régimen totalitario. Los visitantes debíamos esperar en la orilla junto a un pequeño edificio donde los funcionarios inscribían nuestros nombres y el del interno que deseábamos visitar. Antes F. había decidido entrar en un pequeño comercio para comprar algunos embutidos para entregarlos a N. También recuerdo que durante la espera uno de los visitantes se acercó a F. rogándole que entregase a N. un cartón de tabaco para otro interno pues habría limitaciones y F. aceptó complaciente. Luego yo le pregunté si estaba tan seguro del contenido del cartón y, sin mediar palabra, F. se dio media vuelta para devolverlo a su dueño con una simple negación con la cabeza ante la incredulidad de éste. Al fin tras una larga espera bajo un sol inclemente pudimos ver a N. y hablar unos minutos con él. "Lo hice pero había bebido mucho" me confesó.

F. y yo pasamos un par de días en la capital antes de despedirnos. Una noche, tras una cena copiosa acompañada de alcohol, paseando por un animado bulevar se puso a tatarear una dulce cancioncilla rusa que se enseñaba a los niños en la escuela. Ya igrayu na gramoshke... Unos meses más tarde volví a ver a N., recién recobrada su libertad, y conocí a sus familiares. La madre me contó que el cartero llegó a preguntarle por la causa del furor epistolar que procedía de Italia. Más tarde, cuando se le permitió salir al exterior, vino él de visita pero había perdido aquella sonrisa que tanto más que en sus labios se hallaba en sus ojos y su mirada a menudo parecía extraviada. Además él ya no estaba en mi cabeza. Nada nos impedía volver al apartamento de la calle Lonyái pero yo sabía que es posible regresar a los lugares en los que hemos sido felices pero no a sus momentos.

Wednesday, September 06, 2006

La última cena con el barón (I)

Me acordaré siempre. De anochecida, aterido por el inclemente invierno centroeuropeo, acelerando el paso a través de las oscuras calles empedradas de la Ciudad Vieja... Iba a su encuentro, iba feliz porque iba a su encuentro y además me había anticipado por teléfono que tenía algo importante que decirme. Fui serpenteando hasta la recóndita plaza de Belén que reconocí, como otras veces, por las paredes desnudas de la capilla, iluminadas por unos focos tan potentes que parecía que estuviesen allí rodando permanentemente una película. Iba absorto pensando cómo justificaría mi retraso porque a diferencia del barón -la ciudad entera parecía ser de su dominio- yo rehusaba conducir por el enjambre de calles del centro, repleto de señales de prohibición y de turistas distraídos paseando por la calzada. Prefería dirigirme a algún aparcamiento y andar luego hasta mi destino.

Llegué con cincuenta minutos de antelación. Me di cuenta de ello en el mismo instante de franquear la puerta de V Zátisí, su restaurante favorito. La joven sonriente que la última vez a la salida confundió nuestros abrigos -el barón se dió cuenta del error, yo salía encogido en el de otro- me confirmó la hora con la sonrisa habitual: esta vez ustedes reservaron una hora más tarde que de costumbre. Enfilé la Liliová para aguardar en un bar próximo, con algo de ansiedad y una copa de becher en las manos.

Al filo de las ocho crucé de nuevo el umbral del restaurante y entregué mi abrigo a la joven sonriente que me indicó el comedor de la izquierda. Solía el barón preferir el de la derecha, algo más íntimo, y cuando reservaba osaba también solicitar que sirviera alguien en concreto. Era un buen cliente y le complacían. En una mesa céntrica del acogedor comedor, en la penumbra que tanto le gustaba, estaba el barón en animada charla con un amigo común, el sr. S. A mí me caía muy bien el sr. S., un abuelito encantador y culto, con unos chispeantes ojitos de piélago. Represaliado durante la larga noche totalitaria, sobrevivía con esporádicos trabajos de traductor. La amistad con el barón lo había rejuvenecido, se sentía al fin valorado, confiado, lo veíamos reír abiertamente. Pero su presencia esta vez no estaba prevista y me incomodó: no había un idioma común de uso entre los tres. El barón se excusó, precisaba la traducción urgente de unos textos y, entre plato y plato, S. traducía y comentaba unas hojas que el barón había traído consigo. Quedamos a cenar a solas al día siguiente.

Al día siguiente, un sábado, el barón no llamó ni respondió a mis llamadas. Tampoco el domingo. El lunes al llegar a la oficina llamé a la suya. "El señor v.P. falleció este fin de semana a causa de un accidente con su automóvil" me dijeron. No sabían más, la policía investigaba. Llamé de inmediato al sr. S. y a otros amigos comunes. S. estaba asustado. "Al salir del restaurante me acompañó hasta mi casa y allí nos despedimos. Los documentos que le traduje eran para deshacerse de sus socios en el negocio. ¿Recuerdas cómo nos llamó la atención que la pareja sentada al lado no hablase en toda la cena y pareciese estar sólo pendiente de nuestra conversación?" Pero yo no había prestado mucha atención.

(Continuará)

Tuesday, September 05, 2006

Los antros de mis amistades

Hola:

Cuando L.A. aparecía solía citarme en lugares de un cierto lujo. En Budapest prefería la antigua cervecería cercana a la Opera y, a pesar de la incomodidad que suponía para mí desplazarme hasta allí, yo aceptaba agradeciendo de forma tácita que no se acordara de otros escenarios más refinados y hasta suntuosos como la Gerbeaud o el New-York. En Praga solía citarme en un bar de moda entre Venceslao y la plaza de la Ciudad Vieja o en una cafetería en una primera planta de la Národní. En todos ellos no resultaba fácil encontrar alguna mesa libre. Yo entendía que eligiera locales con un cierto encanto y que resultaran acogedores pero no tanto la necesidad de rodearse, para conversar un rato, de un ambiente de cierta distinción. Más de una vez se resistió a volver a una cafetería de Buda que él mismo me había permitido descubrir hasta que dejé de insistir pues me di cuenta del motivo de su desagrado: se tomaba el café en completa soledad y a través de las ventanas podías observarla hermosa terraza desierta. L.A. se esmeraba en el vestir y también en la conversación sin dejar por eso de otear a su alrededor para comprobar si alguien lo admiraba.

Cuando J. me sugirió acompañarle en su día festivo a la ciudad más próxima yo no imaginaba que deseara pasar la tarde en el antro más cutre de la callejuela más oscura del barrio más degradado. Al pequeño bar acudían tambaleándose los pedigüeños de la calle, desdentados, sucios y andrajosos, y J. mostraba su alegría y los invitaba a compartir nuestra mesa, a fumar y a seguir bebiendo. Yo me fui adaptando al personal aunque a menudo las escenas me sobrepasaban: en cierta ocasión una mujer absolutamente abandonada se levantó la blusa para mostrar un horrible agujero en el pecho. Pocos meses después supimos que había muerto a causa de un cáncer. Los más habituales tenían en común la necesidad perentoria de refugiarse en el alcohol, o sea de olvidarse de sí mismos y de lo que fueron algún día. Ignoro exactamente qué empujaba a J. a rodearse de los más perdidos pero su generosidad hacia ellos revelaba una cierta compasión. De todos modos esa tarde semanal él también decidía abandonarse y parecía evidente la comodidad de hacerlo entre quienes difícilmente iban a dirigirle una mirada de reproche.