Sunday, May 31, 2009

Una mujer libre


Nos presentó una conocida común a la que pronto ambos olvidamos. Sentíamos pesar por su desequilibrio psicológico pero percibíamos que éste, como sucede a veces, ocultaba una considerable indignidad. Yo era por entonces un joven preocupadizo, ella una mujer independiente y llena de vitalidad. La visité con frecuencia en el pequeño apartamento barcelonés que compartía con su hijo y donde solía coincidir con otras de sus amistades. Bebían, fumaban, conversábamos. El reloj se detenía. A ella le encantaba rodearse de jóvenes con los que hablar, larga y apasionadamente, sobre mundos complejos: las emociones, la amistad, el deseo... A nosotros nos sorprendía gratamente su proximidad: hablaba nuestro lenguaje y lo hacía desde la experiencia de los mayores pero muy lejos de sus convencionalismos y prejuicios.

Yo admiraba su carácter independiente, no era una de esas mujeres tradicionales entregadas incondicionalmente al marido y a la prole que se ven -o las podemos ver- reducidas a objetos de segunda fila. Nunca fue interesada ni codiciosa, el dinero no aparecía en sus conversaciones. Apreciaba su coraje al asumir en solitario la crianza y el cuidado de su hijo, la sinceridad y la disponibilidad que siempre me mostró y admiraba, en fin, que viviese libremente y con la decencia de relacionar su propia libertad con la de los demás.

Los encuentros habituales de los primeros años se fueron espaciando con el tiempo debido sobre todo a la distancia física. Ella misma me brindó el último empujón para iniciar mi aventura fuera del país en 1992. Desde entonces nos hemos visto muy poco aunque siempre hemos mantenido contacto telefónico. De este modo supe de la muerte prematura de algunos conocidos de aquellos primeros años, como la de J.M. que pretendió escribir sobre su experiencia como enfermo de sida, de amistades rotas o de preocupaciones filiales. Por encima de todo esas breves conversaciones desde la distancia confirmaban nuestro mutuo afecto.

Nunca mantuvimos la menor diferencia, aceptó mis momentos de apatía y alguna torpeza. En cierta ocasión quise que conociera a un buen amigo de la época, pensando que podría también surgir una buena amistad entre ellos. Nos invitó a su apartamento y se esmeró en preparar una buena cena pero M. se mostró adusto y con prisas por marcharse. Era evidente que M., entre cuyas relaciones había curitas homosexuales de marcada doble moral, no iba a mostrar ningún interés.

Hoy he llamado a mi amiga tras haber transcurrido quizá un año desde nuestra última conversación. Su hijo me ha comunicado que ella deseaba despedirse de mí pero que no disponía de mi número de teléfono. Tampoco existía ningún amigo común a quien solicitárselo. Me ha dicho que ella estaba convencida de que yo deseaba asistir a su entierro pero que, en todo caso, él ya se encargaría de darme la noticia el día que recibiera mi llamada. Al parecer en agosto pasado le diagnosticaron una leucemia, a ella, que había trabajado buena parte de su vida en hematología oncológica de la sección de pediatría de un conocido hospital. Recuerdo que una vez me contó cómo se había lamentado ante un médico por los frecuentes fallecimientos de niños en esa planta. Pediría conocer su pronóstico, en todo caso rechazó el tratamiento combinado y su voluntad fue respetada. La enterraron en octubre.

No tengo otra amistad de tantos años, de hecho mis amistades son muy escasas y relativamente recientes.

Hay un lugar al que debo acudir con algunas flores.