Los antros de mis amistades
Hola:
Cuando L.A. aparecía solía citarme en lugares de un cierto lujo. En Budapest prefería la antigua cervecería cercana a la Opera y, a pesar de la incomodidad que suponía para mí desplazarme hasta allí, yo aceptaba agradeciendo de forma tácita que no se acordara de otros escenarios más refinados y hasta suntuosos como la Gerbeaud o el New-York. En Praga solía citarme en un bar de moda entre Venceslao y la plaza de la Ciudad Vieja o en una cafetería en una primera planta de la Národní. En todos ellos no resultaba fácil encontrar alguna mesa libre. Yo entendía que eligiera locales con un cierto encanto y que resultaran acogedores pero no tanto la necesidad de rodearse, para conversar un rato, de un ambiente de cierta distinción. Más de una vez se resistió a volver a una cafetería de Buda que él mismo me había permitido descubrir hasta que dejé de insistir pues me di cuenta del motivo de su desagrado: se tomaba el café en completa soledad y a través de las ventanas podías observarla hermosa terraza desierta. L.A. se esmeraba en el vestir y también en la conversación sin dejar por eso de otear a su alrededor para comprobar si alguien lo admiraba.
Cuando J. me sugirió acompañarle en su día festivo a la ciudad más próxima yo no imaginaba que deseara pasar la tarde en el antro más cutre de la callejuela más oscura del barrio más degradado. Al pequeño bar acudían tambaleándose los pedigüeños de la calle, desdentados, sucios y andrajosos, y J. mostraba su alegría y los invitaba a compartir nuestra mesa, a fumar y a seguir bebiendo. Yo me fui adaptando al personal aunque a menudo las escenas me sobrepasaban: en cierta ocasión una mujer absolutamente abandonada se levantó la blusa para mostrar un horrible agujero en el pecho. Pocos meses después supimos que había muerto a causa de un cáncer. Los más habituales tenían en común la necesidad perentoria de refugiarse en el alcohol, o sea de olvidarse de sí mismos y de lo que fueron algún día. Ignoro exactamente qué empujaba a J. a rodearse de los más perdidos pero su generosidad hacia ellos revelaba una cierta compasión. De todos modos esa tarde semanal él también decidía abandonarse y parecía evidente la comodidad de hacerlo entre quienes difícilmente iban a dirigirle una mirada de reproche.
Cuando L.A. aparecía solía citarme en lugares de un cierto lujo. En Budapest prefería la antigua cervecería cercana a la Opera y, a pesar de la incomodidad que suponía para mí desplazarme hasta allí, yo aceptaba agradeciendo de forma tácita que no se acordara de otros escenarios más refinados y hasta suntuosos como la Gerbeaud o el New-York. En Praga solía citarme en un bar de moda entre Venceslao y la plaza de la Ciudad Vieja o en una cafetería en una primera planta de la Národní. En todos ellos no resultaba fácil encontrar alguna mesa libre. Yo entendía que eligiera locales con un cierto encanto y que resultaran acogedores pero no tanto la necesidad de rodearse, para conversar un rato, de un ambiente de cierta distinción. Más de una vez se resistió a volver a una cafetería de Buda que él mismo me había permitido descubrir hasta que dejé de insistir pues me di cuenta del motivo de su desagrado: se tomaba el café en completa soledad y a través de las ventanas podías observarla hermosa terraza desierta. L.A. se esmeraba en el vestir y también en la conversación sin dejar por eso de otear a su alrededor para comprobar si alguien lo admiraba.
Cuando J. me sugirió acompañarle en su día festivo a la ciudad más próxima yo no imaginaba que deseara pasar la tarde en el antro más cutre de la callejuela más oscura del barrio más degradado. Al pequeño bar acudían tambaleándose los pedigüeños de la calle, desdentados, sucios y andrajosos, y J. mostraba su alegría y los invitaba a compartir nuestra mesa, a fumar y a seguir bebiendo. Yo me fui adaptando al personal aunque a menudo las escenas me sobrepasaban: en cierta ocasión una mujer absolutamente abandonada se levantó la blusa para mostrar un horrible agujero en el pecho. Pocos meses después supimos que había muerto a causa de un cáncer. Los más habituales tenían en común la necesidad perentoria de refugiarse en el alcohol, o sea de olvidarse de sí mismos y de lo que fueron algún día. Ignoro exactamente qué empujaba a J. a rodearse de los más perdidos pero su generosidad hacia ellos revelaba una cierta compasión. De todos modos esa tarde semanal él también decidía abandonarse y parecía evidente la comodidad de hacerlo entre quienes difícilmente iban a dirigirle una mirada de reproche.
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