Saturday, September 09, 2006

El apartamento de la calle Lonyái



"Mon cher amour, comme c'est rassurant que vous existiez, pour moi ça suffira toujours à sauver le monde" (SIMONE DE BEAUVOIR)


Nos cruzamos en el vestíbulo de los baños una tarde de invierno triste y opaca como la lluvia sobre el Danubio. Vestía una chaqueta de piel del color de sus ojos, grandes como bayas de alheña. Sentados en los bancos del vestíbulo jóvenes ociosos mataban el tiempo con una cerveza en la mano. Tras mirarme de soslayo N. se deslizó subrepticiamente hacia la puerta. Le pregunté por su amigo F. pero eso era lo de menos. Nos citamos para el día siguiente en Kálvin Tér y se despidió con una sonrisa que tanto más que en sus labios se hallaba en sus ojos.

Meses atrás había contemplado por primera vez su cuerpo voluptuoso tendido en un banco de mármol, apenas alumbrado por la luz natural que se filtraba por el ojal cristalino de la cúpula. Acababa de conocer a su amigo F. y me precipitaba, con las manos impregnadas, hacia las duchas. No era tanto una aversión por los fluidos del otro sobre mi piel como por el propio sudor - que prestaría incluso una rigidez tensa a mi cuerpo- lo que me urgía a lavarme dejando para otro momento dirigirme a N.

A la cita llegué con un incomprensible retraso pero él estaba allí con las manos en los bolsillos de la chaqueta. Había llovido durante la noche, la nieve se derretía y se desplomaba desde las azoteas mientras caminábamos por la hermosa calle Lonyái hasta el apartamento que había compartido con F. Un estrecho pasillo con el piso de madera y la pared revestida por un gran espejo rectangular franqueado por dos imponentes figuras humanas de piedra conducía hacia la habitación, profusamente decorada de pinturas, esculturas de bronce, tapices y una antigua estufa de mayólica junto a la ventana. N. empezó a desnudarse, a mostrar con naturalidad sus miembros firmes, diamantinos, en ese lugar suntuoso.

Volvimos alguna vez más al apartamento de la calle Lonyái hasta que tuvimos que separarnos. Meses más tarde, cuando regresé a la ciudad N. ya no estaba. Nada me garantizaba que volviera a verle y eso me perturbaba terriblemente.

Un día en los baños vi a su compatriota Svetan y me confirmó que N. había regresado a su país pero no disponía de contacto alguno con él aunque podría intentar conseguirlo. Svetan hablaba un eslovaco extraño, trufado de palabras de otras lenguas eslavas, y yo me dirigía a él en checo. La comunicación resultaba fluída salvo cuando aparecía bien regado en alcohol, entonces mostraba su rencor hacia N. por haberse negado a sacarle de algún apuro o me daba la lata contando sus desavenencias con la mujer con la que convivía cuando no lo echaba de casa. Pero un día Svetan trajo buenas noticias: se había encontrado en los baños al italiano amigo de N. y le había facilitado los números de teléfono de N., de F. y el suyo propio.

Resultó difícil entenderse con F. Me dijo que N. estaba en la cárcel, que el problema era muy serio pero su inglés no dio para mucho más. Llamé al italiano que se encontraba ya en su país, me dio más información y quedamos en vernos en el transcurso de su próximo viaje.

Svetan me había advertido que el italiano era "un gran señor". Me puse camisa y corbata y me dirigí raudo a la tranquila cafetería próxima a Batthyány Tér. Tras una larga espera apareció un barbudo grasiento luciendo una vistosa camisa desabrochada hasta el ombligo y un pantalón corto. "Sono P.", me saludó. Durante más de dos horas permanecimos hablando, cada uno en su idioma pero sin grandes problemas de comprensión. Me habló con pasión de los años que había vivido en la India y con cierta ternura de N. y su familia. N. cometió una estupidez, algo propio de su juventud, la madre lo atribuía a las malas compañías como suele suceder en estos casos, pero podían caerle hasta cinco años de cárcel. El italiano enviaba semanalmente a la madre varias cartas en las que introducía algún billete de escaso valor de este modo si la carta se extraviaba no se perdía una cantidad importante. Me pareció un método extraño pero que revelaba el sentido de la amistad de P. "Desde hace tiempo no hay nada sexual con N." me confesó sin preguntarle. Alguna herencia mística de su pasado hindú, me dije.

Había citado a F. en la estación de una ciudad importante. De allí nos dirigimos hacia el norte, a una ciudad próxima al centro penintenciario. F. quiso conducir pero resultaba temible atravesando las pequeñas aldeas sin que se le ocurriese reducir la velocidad. Llegamos de anochecida, reservamos una habitación de hotel y preguntamos por un restaurante. Cenamos en una terraza que parecía animada, era julio y hacía mucho calor. F. era disciplinado, tenía un abundante cabello corto, color de lino, y unos pequeños ojos azules. Pensábamos cómo encontraríamos a N., nos entristecía enormemente tener que verle en ese lugar. En Budapest había trabajado y había sabido ahorrar, lamentablemente de regreso a su país había prestado dinero y había dilapidado el resto en negocios sin mucho sentido. Aquella noche hubiese resultado difícil conciliar el sueño sin la ayuda de F. que terminó por agotarme.

La cárcel era de alta seguridad y se hallaba en una isla en el curso del Danubio. Su nombre suscitaba aún temor en todo el país pues durante décadas había servido también de lugar de encierro y tortura de la disidencia al régimen totalitario. Los visitantes debíamos esperar en la orilla junto a un pequeño edificio donde los funcionarios inscribían nuestros nombres y el del interno que deseábamos visitar. Antes F. había decidido entrar en un pequeño comercio para comprar algunos embutidos para entregarlos a N. También recuerdo que durante la espera uno de los visitantes se acercó a F. rogándole que entregase a N. un cartón de tabaco para otro interno pues habría limitaciones y F. aceptó complaciente. Luego yo le pregunté si estaba tan seguro del contenido del cartón y, sin mediar palabra, F. se dio media vuelta para devolverlo a su dueño con una simple negación con la cabeza ante la incredulidad de éste. Al fin tras una larga espera bajo un sol inclemente pudimos ver a N. y hablar unos minutos con él. "Lo hice pero había bebido mucho" me confesó.

F. y yo pasamos un par de días en la capital antes de despedirnos. Una noche, tras una cena copiosa acompañada de alcohol, paseando por un animado bulevar se puso a tatarear una dulce cancioncilla rusa que se enseñaba a los niños en la escuela. Ya igrayu na gramoshke... Unos meses más tarde volví a ver a N., recién recobrada su libertad, y conocí a sus familiares. La madre me contó que el cartero llegó a preguntarle por la causa del furor epistolar que procedía de Italia. Más tarde, cuando se le permitió salir al exterior, vino él de visita pero había perdido aquella sonrisa que tanto más que en sus labios se hallaba en sus ojos y su mirada a menudo parecía extraviada. Además él ya no estaba en mi cabeza. Nada nos impedía volver al apartamento de la calle Lonyái pero yo sabía que es posible regresar a los lugares en los que hemos sido felices pero no a sus momentos.

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