Thursday, April 17, 2008

Mis sinagogas preferidas



Me gustaba deparar una sorpresa a las amistades recién llegadas de visita a Praga. De anochecida nos trasladábamos en metro hasta la estación de Mustek, en el límite entre la plaza Venceslao y la Ciudad Vieja. Andábamos unos pocos metros y aparecía ante nuestros ojos el edificio del Karolinum, la más vieja universidad centroeuropea, y uno de los teatros de la Ciudad, con sus paredes verde pastel cuidadosamente iluminadas. Seguíamos por una estrecha calle adoquinada y de repente mis visitantes se detenían boquiabiertos ante el espectáculo impresionante de la plaza de la Ciudad Vieja iluminada. Sí, la más bella plaza del mundo. La fascinación duraba unos minutos: enfrente la torre oscura con el reloj astronómico, a su izquierda el edificio rosado de la antigua municipalidad, más allá una fachada ornamentada con numerosos esgrafiados. Había que adentrarse en la plaza, unos pasos hacia la derecha, para admirar el resto que no era poco: las torres negras de la iglesia del Týn, los muros blancos de la de San Nicolás, la torre de la Campana de piedra, la ostentosa fachada del palacio de los Kinsky y, en el centro, la estatua de piedra negra del pobre Jan Hus, quemado en la hoguera por orden del representante de Dios en la Tierra.

Acababan de aterrizar y Praga ya les fascinaba. Entonces yo les decía que quedaba mucho por ver y les daba a elegir: hacia la izquierda, la tortuosa calle de Carlos nos conduciría al célebre puente de piedra; por la derecha, la comercial y peatonal calle Celetna nos llevaría hasta la grandiosa torre de la Pólvora y la modernista y grandiosa Casa Municipal; si seguíamos de frente, en dirección al río, por la elegante calle de París, con sus fachadas modernistas de siete plantas y suave tono grisáceo, nos encontraríamos con el antiguo ghetto judío: cinco sinagogas y el viejo cementerio cuya lápida más moderna había sido colocada hacía dos siglos. Todo estaba al alcance en un agradable paseo a pie de apenas cinco minutos. ¿No era maravilloso?. Normalmente mis visitantes deseaban descansar y esperar al amanecer para admirarlo todo a la luz del día. Yo les advertía que eso sólo era la Ciudad Vieja, más allá del río se extendía el antiguo barrio aristocrático de Mala Strana, con sus palacetes, iglesias y jardines, y en lo alto el barrio del Castillo con la catedral, la iglesia de Loreto, la curiosa callejuela Dorada con sus casitas diminutas, torres, palacios, monasterios e incontables miradores.

Yo ya conocía todos esos lugares y me cansaba la presencia masiva de turistas. En numerosas ocasiones había visitado el pequeño cementerio judío cuando la ciudad no recibía todavía esas invasiones. A partir del año 94 había que abrirse paso a empujones entre las lápidas desordenadas sobre las que los fieles seguían dejando un trocito de papel con una piedrecita encima. Había entrado varias veces con una ocasional kipah en la cabeza en la sinagoga Vieja-Nueva y en alguna otra de alrededor, almorcé una vez en la sala del antiguo Ayuntamiento judío cuando fue convertido en restaurante kosher. Sólo una vez porque no se podía beber vino ni fumar, la comida era ligera y el precio algo elevado.

Más allá del antiguo ghetto, aisladas en calles poco transitadas por los turistas, había dos sinagogas más que me tenían intrigado: una porque se denominaba española y sufría un completo abandono, la otra, en la calle de Jerusalén, simplemente porque nadie le prestaba atención salvo los pocos judíos que se reunían allí en shabbat. Ambas se construyeron en un marcado estilo morisco. !Cuántas veces pasé por delante de la Sinagoga Española observando sus muros corroídos por el tiempo e intentando imaginar su esplendor original! Una ciudad que en tres años lo había restaurado casi todo ¿se olvidaba de la vieja escuela sefardita convertida en lugar de culto a mitad de siglo XIX? Felizmente no tardaron mucho en hacerme caso, la visité y hoy en día, junto a la Vieja-Nueva, es de las más concurridas porque es también de las mayores. Ahora he sabido que la sinagoga de la calle de Jerusalén también ha sido restaurada y luce espléndida su fachada de atrevidos tonos rojizos, ocres y azules. !Cuántas veces había contemplado las puertas cerradas detrás de las rejas bajo los muros desconchados! Eso sí, discretamente, sin apenas detenerme, porque nadie reparaba en ese edificio y a ojos de los lugareños hubiese parecido un extravagante o un turista extraviado que no sabía encontrar la plaza de la Ciudad Vieja.