"Tenía demasiados desquites que tomarse y demasiadas heridas que curarse para ponerse en el lugar de otro. Se sacrificaba en los actos, pero sus emociones no la sacaban de sí misma" (SIMONE DE BEAUVOIR)Apareció en la habitación de mamá con el rostro ensangrentado. Se había caído de bruces, inconsciente, pero se recuperó y pudo deslizarse a la habitación contigua. Ella misma dio indicaciones a mamá, asustada y anestesiada por la dosis habitual de somníferos, sobre el número de teléfono de urgencias al que debía llamar.
Una embolia pulmonar. Tía Leo yace desde hace un par de semanas en la habitación del hospital con respiración asistida, la nariz morada, el labio suturado. "Parece recuperarse pero ha sido algo serio. No olvides que tiene ochenta y cuatro años" me dice al teléfono una de mis hermanas. No aparenta su edad, me digo. El rostro sin apenas arrugas, la cabellera de rubio teñido recogida por atrás, llena de vitalidad y de interés por todo. Eso sí, tras la operación de cadera que la condenó a una precaria movilidad, le había quedado el cuerpo como acartonado, con movimientos mecánicos dificultados por el sobrepeso. Tendrá mal aspecto, alguien le ha preguntado si mamá -su hermana menor- era su hija.
Nadie en el seno familiar ha puesto de relieve tan marcadamente las contradicciones de la propia personalidad como tía Leo. Admirables su autenticidad, su gusto por la verdad, genuina su capacidad de compasión y, en apariencia, ausentes los sentimientos de envidia hacia los logros ajenos. Su carácter orgulloso y apasionado le permitió hacerse a sí misma y se esforzó siempre por superar sus carencias culturales. Pero demasiado precaria la base como para emplearse a menudo con tanta contundencia en sus opiniones sobre cualquier asunto y, más aun, para reprender a los demás en accesos de cólera tan breves como inútiles, no exentos de aspavientos despreciativos.
Predispuesta por carácter a metas socialmente destacables, el escaso bagaje cultural recibido en los difíciles tiempos de su infancia resultó un hándicap insalvable que la limitó siempre e hirió su orgullo. Quizá en parte esto explique esos habituales estallidos de cólera: en rebeldía contra su propia ignorancia difícilmente iba a tolerar la ajena o lo que ella entendía como tal.
Trabajó en varios países durante mucho tiempo y eso influyó en sus gustos, diferenciados de los de las españolas de su época. En vísperas de Navidad esperábamos su visita, mi primo y yo sus regalos. Era un niño y la temía. Un día paseando por el parque de mi ciudad me contó, señalando un hierro afilado que surgía en lo alto de un edificio, que allí mataban a los niños que se portaban mal. Acostumbrado a que las mujeres de la familia me contasen la verdad, me creí por un tiempo la historia brutal que se le había ocurrido. Y sufrí por ello.
Poco antes de su jubilación regresó del exterior para instalarse en casa de su madre, nuestra abuela. La quería y la cuidó pero también, por supuesto sin pretenderlo, ensombreció sus últimos años de vida. Hará un par de años se vio obligada a abandonar la casa de alquiler y de las opciones que le ofrecieron los nuevos dueños, como era de temer, optó por la peor. Mamá no pudo negarse a aceptarla en su apartamento, a desgana por la incompatibilidad manifiesta de caracteres entre ambas. Advertimos a tía Leo, temíamos por mamá dado su precario estado psicológico. Habiendo tenido que renunciar a los viajes, paseos y escapadas a la ópera debido a sus problemas de movilidad, la tía ha permanecido atrincherada en su habitación entretenida con la máquina de coser, su imponente discoteca y las películas y óperas televisadas. Mamá ha huído a diario. A duras penas se han ido soportando.
La familia se turna ordenadamente, día y noche, en su habitación de hospital. Pero ella siempre ha sentido una exagerada devoción por los médicos, un síntoma más de sus malogradas pretensiones burguesas. Me comentan que sólo cuando acude nuestro primo o nuestro amigo P., ambos médicos, es cuando ella se siente realmente a gusto, justamente valorada.
Uno envejece tal como ha vivido. Es triste la vejez y la enfermedad una violencia indebida.