SIMONE DE BEAUVOIR -¿No se podría decir que, en cierta manera, un macho adulto es "su mal olor", como decía Genet?JEAN PAUL SARTRE -Si usted quiere, sí. No me agrada en absoluto y no me gusta que se me califique de esta manera. Ni siquiera soy adulto, soy de la tercera edad, y si aún soy macho, lo soy muy poco. BEAUVOIR -Precise eso, es divertido.SARTRE - El macho adulto me desagrada profundamente; me gustan los hombres jóvenes en la medida en que un hombre joven no es muy diferente de una mujer joven; no es que sea gay, pero el hecho es que el hombre joven y la mujer joven no son tan distintos ni en su vestimenta, ni en su manera de hablar, ni en su comportamiento; para mí nunca fueron muy distintos. El doctor le prohibió tomar los baños apenas dos días antes de acudir a Piriápolis. Debería limitarse a una ducha diaria, secarse luego con mucho esmero los pies para vaporizar las plantas con
miconazol. Llevaría consigo muda diaria de calcetines y también de zapatos. Un segundo fastidio para el señor Kaufmann fue que esos días de febrero había demasiados niños revoloteando por los pasadizos de mármol del Argentino. Tuvo que tomárselo con resignación. Mañanas de paseo por el malecón y algo de lectura. Se había traído los viejos poemas de Endre Ady.
"El maestro ciego lo aporrea, lo sacude. / Es la melodía de la vida. / Es el piano negro". En un acogedor salón, bajo una araña de cristal de Bohemia, una mujer tecleaba un piano negro. Era un rincón tranquilo, quizá el único del hotel, donde Kaufmann se refugiaba cada atardecer, con el ejemplar de
Népszabadság que había obtenido en la estación de Buenos Aires y el librito de Ady. Tomaba un café con leche que servía sin mirarle un hombre joven y alto, de piel blanquecina y cabellos cortos, negros y lustrosos. Por momentos se detenía en la lectura y alzaba levemente la cabeza para observar de soslayo al joven, sus sobrios ademanes, sus labios carnosos flanqueados por una perilla recortada. Le parecía un hombre orgullosamente instalado en la masculinidad que viviría una pasión sin muchas palabras con una linda muchacha. Dirigiría miradas breves y subyugantes a las mujeres jóvenes, sólo a las hermosas. Ni una sola amistad masculina, cierta indiferencia al resto del género humano. Pensó si eso era lo que Fromm denominaba
égotisme à deux. Kaufmann se defendía del desasosiego que le provocaba la forzada presencia del empleado pensando que ya llegaría su hora de macho viejo. Con la madurez, ese orgullo y cualquier afán de seducción resultarían más bien patéticos. Ah, sí, qué ridículos le parecían los machos adultos que se creían seductores.
Quebró su ensimismamiento una insistente voz femenina aproximándose al salón. Se abrió la gran puerta, apareció el señor Braun con la que debería ser su mujer. Los días precedentes habían conversado largamente, el hombre se había extendido demasiado sobre un asunto que a él le había costado años olvidar: el atentado de la AMIA. Al verlo recordó que esa misma mañana, durante el desayuno, se había producido una situación algo embarazosa. Con la mirada perdida hacia la mesa ocupada por los Braun, observó cómo la señora tomaba de pronto la servilleta del regazo de su marido y se la anudaba en el cuello. De inmediato, sin que él reaccionara, le acercaba a la boca un tenedor con un pedazo de bacon del plato de ella. Braun había sorprendido la mirada de su amigo de charlas, así que su rostro enrojeció instantáneamente y apartó con molestia el brazo de su esposa.
Braun le presentó su esposa a Kaufmann. Compartieron mesa. Ella siguió hablando. Sabía con seguridad quién estaba detrás del atentado de la AMIA. El
turco y su hermano no salían muy bien parados. Habló también de política internacional, le preguntó por su horóscopo. ¡¡Escorpión!!, la simpática y locuaz dama pareció asustarse. Los hombres escuchaban y asentían mecánicamente, ella hablaba. Contó sobre una antigua cena en la casa de sus padres que tuvo un ilustre invitado: el cardenal Quarracino. Kaufmann no pudo disimular una mueca de asco.
La pianista dejó de tocar, el empleado pareció dejar de interesarse por el magisterio de la dama. Braun asentía y sonreía. Kaufmann recordó la confesión que le había hecho durante las conversaciones de esos días. Su esposa había mandado cambiar la sábana de la habitación del hotel por una de raso negro que había comprado durante uno de sus paseos por la ciudad. De anochecida se la encontró esperando, echada en la cama en camisón de color negro sobre la sábana de raso con dos copas y un botellín de champán en la mesita. Tras beber ella lanzó la copa al piso y le ordenó a él que hiciera lo mismo.
Kaufmann no se había casado. Satisfizo la curiosidad de la dama contando como propios los matrimonios y los hijos de su hermano Ladislao. No era la primera vez que recurría a esa estrategia, le ahorraba inventar y evitar de paso vacilaciones que afectaran la credibilidad. Ella quedó encantada, no eran historias de amor tan felices como la suya.
Los Braun regresaron a Buenos Aires tras intercambiarse direcciones y números de teléfono. El permaneció algunos días más en Piriápolis. Se sentaba en una hamaca para que el viento salobre secara sus pies afectados por la tiña, observaba por la ventana el eterno oleaje del mar. Dejó de acudir al salón al atardecer porque le incomodaba imponer su presencia al empleado. También tenía la sensación de que la pianista se veía obligada a interpretar sólo para él pues no solía acudir al salón nadie más. Cavilaba, intentaba combatir el aburrimiento. Recordaba cómo había deseado regresar a Hungría para vivir la jubilación en el mismo lugar donde había pasado la infancia. No fue posible por diversas circunstancias. Ahora lo que le apetecía era regresar a su hogar en Buenos Aires. De hecho, allí nunca se había sentido solo.