Saturday, July 14, 2007

La edad de la discreción


Con el estallido de la primavera él prolongaba hasta la caída de la tarde los cuidados al jardín. Ella, desde la ventana de la habitación, solía mirarlo con cierta extrañeza, como si tuviera que cerciorarse que realmente era él, el serio profesor y jurista, el admirado esposo, quien se afanaba en esas tareas aparentemente banales.

Ella pensaba en los amigos comunes, colegas de facultad o altos cargos de la administración con los que habían compartido viajes, cenas en restaurantes lujosos, campañas benéficas... El evitaba ahora su compañía. Se ocupaba del jardín, se tumbaba en la hamaca bajo las buganvillas a leer o a escuchar música clásica. Al atardecer paseaba a los perros hasta la playa de Cagnes-sur-Mer y regresaba. A ella le parecía que había algo de mórbido en esa desatención a las amistades, esa indiferencia hacia el mundo, ese brusco cambio de costumbres. Envejece mal, se decía.

Aquella mañana luminosa dejó a Maurice atribulado, trasladando las macetas de unas agostadas begonias a la parte sombría del jardín, como si de una urgencia se tratase. Lo olvidó sentada en una terraza del Paseo de los Ingleses, junto a su amiga Liliane, entre turistas felices, algunos con la piel enrojecida por los primeros baños de sol de la temporada. Hombres jóvenes en pequeños grupos desfilaban con el torso desnudo camino de la playa. Ella se sentía juvenil con su vestido blanco de tirantes, corto y ajustado, la piel atezada, la media melena dorada recogida con un pañuelo de seda de color de alhucema. Se sentía resplandeciente: una mujer felizmente instalada en la femineidad, todavía complacida con su propio cuerpo. Algunas miradas se lo confirmaban.

- No tienes derecho a lamentarte,le dijo Liliane. Has tenido la vida que has querido y si el problema es que Maurice envejece no ocurre nada que no pudiera preverse.

- Físicamente está bien pero de repente se ha encerrado en sí mismo, ha roto con las amistades y ha perdido interés en las cosas, replicó ella, inalterada.

Liliane había sido colega de Maurice y seguía ejerciendo como profesora de derecho penal. Era una mujer algo masculina, menuda y de formas redondeadas. El pelo canoso y encarrujado como el de un viejo soldado mulato. Apuró el café, alzó la cabeza haciendo crepitar la silla. Recuerdo una vez... Le expuse a Maurice mis quejas sobre el trato discriminatorio a la mujer en ciertos artículos del código penal. El me animó a denunciarlo en la prensa, a organizar debates con las alumnas. En una ocasión, ante el temor a encontrarme con un auditorio semivacío a causa de una improvisada organización le pregunté si tú aceptarías acudir con tus amigas del club, al fin y al cabo iban a debatirse cuestiones que nos concernían a todas. ¿Sabes cuál fue su respuesta?.
- No.
-Que tenías cita en la peluquería.
-Tal vez deberías haberme preguntado a mí directamente, se defendió cerrando la discusión.

De regreso a casa encontró a Maurice esperándola en el salón, enfundado en un traje oscuro y una elegante corbata del color de sus ojos. Se quedó con la mirada clavada en él, sin verlo. Musitó algo sobre las begonias y ella se dirigió hacia su habitación tras dedicarle una mirada airada por tenerle que escuchar semejantes historias. El la detuvo con un ruego señalándole la mesa del comedor. Estaba cuidadosamente dispuesta para la cena, con el mantel de las grandes ocasiones, la vajilla de porcelana de Herend, los cubiertos de plata, las copas de cristal...

-Sólo tienes que sentarte, le dijo con dulzura. Nuestros hijos volverán a llamar más tarde. Les dije que estabas en la peluquería.

- Al parecer siempre estoy en la peluquería... Respondió ella con una sonrisa irónica final.

El la miró sorprendido. Ella le devolvió la mirada, encogiéndose de hombros, persistiendo en una sonrisa que tanto más que en sus labios se hallaba en sus ojos.El descorchó una botella de champagne y brindó: Feliz aniversario!.

Entonces ella cayó en la cuenta. Se casaron un día de primavera, se cumplían treinta y cino años. Cenaron escuchando viejas canciones de tiempos muy olvidados. Maurice susurró una de ellas. Cuando sólo queda el amor, para vivir nuestras promesas, sin ninguna otra riqueza que la de creer siempre en ellas...

Después él alargó un brazo para entregale un paquetito envuelto con esmero. Ella lo abrió. Unos pendientes, unos aros dorados formando círculos en torno a un rubí resplandeciente. Ya no puedes estar más deslumbrante, le dijo afectuosamente.

Ella se levantó. Lo besó en la frente, como de niña le enseñaron a besar al abuelo. El viento del sudeste abrió una ventana mal cerrada. Maurice sugirió dejarla así, para dejarse invadir por el penetrante perfume de las flores del durazno. El viento anunciaba la proximidad de la lluvia y de la niebla.

Ella se quedó con la mirada clavada en ese hombre necesario. Pensó que ya se había instalado entre ellos la edad de la discreción, como un motor que se detiene en el aire.

Saturday, July 07, 2007

Taxi al Cairo



Me queda un día y medio en el Cairo y llevo tiempo soñando con regresar al zoco de Jan El Jalili, dedicarme a pasear y a ultimar las compras en solitario. El hotel está muy alejado del centro, los taxistas merecen escasa confianza y el tráfico es caótico en esta ciudad inmensa que apenas conozco. El calor es sofocante (más de 40 grados) y el cansancio ostensible tras seis jornadas agotadoras de visitas iniciadas a la salida del sol. Los turistas no suelen aventurarse a tomar un taxi en solitario. Pero estoy en el Cairo con el tiempo limitado y no sé si volveré. Son unos diez euros del hotel al centro, me comentó el guía.

Jueves por la tarde. Eludo los taxis del hotel, me planto en la acera de la ancha carretera -de varios carriles en cada sentido- que une la metrópolis con las celebérrimas pirámides. La circulación es tremenda, la velocidad considerable. Me digo que alguno me verá y se parará en el mismo momento que un hombre, algún empleado del hotel, se me acerca por detrás jadeante y sonriente para preguntarme si preciso un taxi. ¿Adónde va?. ¿Cuánto quiere pagar?. Seis euros. No me entiende, debo repetirlo varias veces. Consigue detener un taxi pero en la otra acera. Cruza la carretera eludiendo un vehículo tras otro, habla con el taxista pero no hay acuerdo. Repite la operación con un segundo taxista. Cruzan los dos. El taxista habla inglés, me dice que seis euros es poco pero sorprendentemente da su conformidad. Me pide que no tema para cruzar, me toma de un brazo, debo realizar los mismos movimientos que él. Primero una calzada y nos subiremos a la pequeña altura en el eje que separa ambos sentidos, luego la otra calzada. El me dirá cuándo hay que empezar a correr...

El taxista es un señor de mediana edad de aspecto saludable y tez tostada que conduce un lada de los años setenta, como muchos de sus colegas en la ciudad. Si el tráfico lo permite en unos 45 minutos podemos alcanzar el centro. Desprecia lo que se vende en el zoco, conoce buenos comercios adonde llevarme pero debería decirle exactamente qué me interesa comprar. Le contesto vagamente, que no llevo una idea precisa, pero que quiero ir al zoco. Alabo la ciudad, su exotismo, las enormes mezquitas. Eso le gusta. Me pregunta cuándo quiero regresar pero le doy un horario tardío que no le conviene, lo lamenta mucho. Le emplazo a esperarme mañana junto al hotel para llevarme otra vez. Le digo que yo no fallaré, me contesta encantado que él tampoco.

Horas de paseo por Jan El Jalili bajo un calor inclemente aunque ligeramente más soportable que el de los días precedentes en el Alto Egipto. El té de flor de hibiscus o karkadé, frío, resulta reparador. El zoco animadísimo, espectacular. Me cito con un joven que ha estado mucho más que amable en una trastienda pero me resigno: no iba a superar los tres rigurosos controles situados entre la entrada del hotel y las habitaciones.

De anochecida me agobio un poco por las callejuelas de una parte del zoco en la que venden tejidos y a la que no suelen acudir los turistas. Al parecer es la hora del cierre para muchos y hay una actividad frenética de limpieza y de cargar mercancías en camionetas. Decido preguntarle a uno de los omnipresentes policías de tráfico si puede pararme un taxi. Lo hace con celeridad (otro taxi viejo y desvencijado) y recibe a cambio unas monedas del afortunado conductor. Le diré pues que le doy siete euros. Es un hombre mayor, delgado, con ojeras. Tose, parece enfermo. No conoce el hotel ni la calle. Me muestra tarjetas de varios hoteles. Afortunadamente ahí está el mío. Sólo habla árabe. Durante una hora él fuma y conduce como todos en esta ciudad: sorteando vehículos y personas. Yo fumo, observo e intento interpretar la lógica del claxon al que recurren todos los conductores para mantener un orden en el desorden. No hay semáforos, ni pasos de peatones, ni están señalizados los carriles. A veces estiro el pie hacia un freno imaginario. Aparece un niño distraído de frente, el conductor ni se inmuta, a dos palmos del auto el niño se ladea un poco y sigue tranquilo su camino. Son las once de la noche, llevamos media hora parados en medio de un gran caos circulatorio. Tengo hambre, le pregunto si conoce algún restaurante pero no puedo estar seguro de que me haya entendido. Cuando la situación mejora tuerce a la derecha, hacia una avenida comercial, animada. Me señala lo que parece un banco. Descendemos, nos aproximamos y efectivamente es un banco. Pregunta a alguien por un restaurante. Sólo hay pescado. Están ahí en la calle, junto a la puerta del restaurante, los pescados alineados en un pequeño escaparate cubierto por un cristal. El mismo nos recomienda otro donde debemos decir que acudimos de su parte. El abuelo parece cohibido, como si se tratase de un lugar lujoso pero no lo es. Es un restaurante normal, con un montón de camareros y ningún cliente. Mi amigo el taxista se encuentra tan cohibido que no habla y yo no entiendo árabe. Los camareros nos miran con curiosidad, preguntándose de dónde habrá salido semejante pareja. Yo quería comer un poco de pollo con arroz pero hay un único menú, completo. Empiezan a traer ensalada y las putas salsas de berenjena, pepino y yoghourt para mojar el pan pita que está muy seco. Tengo mucha sed, la cerveza ha de ser sin alcohol. Me sirven filetes de pollo, demasiado especiados. Al abuelo, como no ha dicho nada, le han servido el plato del menú con distintas carnes. Le digo good asintiendo con la cabeza, él responde con otro good. Pago y me deja en el hotel. Le doy los siete euros y nos despedimos con reiteradas sonrisas. Mañana a las diez me espera el taxista gordito. Le diré que me lleve a plaza Tahrir.