Tuesday, May 22, 2007

Viaje a Túnez (II) - El vendedor de gorros


No podemos entrar en la gran mezquita de Kairouan, reservada sólo a los musulmanes. Desde la ventana apenas apreciamos las columnas y el piso tapizado de alfombras de la sala de oraciones. Desde el amplio patio central con arcadas observamos el airoso minarete de ladrillo, testigo mudo de casi mil trescientos años de vida en esta antigua ciudad santa. Espléndido zoco encerrado en las murallas, la medina. Hay más artesanía y muchas menos chilabas que en los zocos egipcios y los vendedores resultan menos insistentes. Almorzamos en el hotel La Kasbah mientras otros turistas en el jardín toman un baño, se broncean o leen tumbados bajo la sombra de buganvillas multicolores. Vino tinto tunecino más que aceptable. Mi botellín resulta más caro que la botella de rosado que han compartido otros. Pues así será. Viene una compañera indignada para que traduzca, supone que pretenden cobrarles la mía. Me indica el camarero que se equivocaron con el precio de la botella grande, cuesta el doble que la pequeña. La compañera sigue indignada. Por la tarde en El Jem nos movemos por el anfiteatro romano, el tercero más grande de la época imperial. La calle que une el aparcamiento con el monumento está jalonada de comercios, los jóvenes vendedores resultan encantadores.

Tras dos noches en Monastir abandonamos este ghetto turístico para descubrir algo del norte: la capital, Cartago y Sidi Bou Said. Colinas junto al mar cubiertas de espaciosas casas pintadas de blanco con trabajadas rejas de hierro pintadas de azul. Todas con jardín, con palmeras y buganvillas. El centro de Túnez capital resulta muy acogedor: gente tranquila que viste a la occidental, niños sonrientes, ancianos con el cráneo cubierto por un elegante gorro color burdeos. Entre las callejuelas del zoco se alzan bellísimos minaretes pero los almuédanos resultan menos insistentes y ruidosos con sus llamadas a la oración que en las ciudades egipcias. Un viejo comerciante estrábico me muestra dos calidades de gorro color burdeos. Le digo que son caros y demasiado calurosos. Muestro interés por otros y da sucesivas órdenes a su vendedor para que los saque de las vitrinas mientras él se limita a probármelos sin alabar su calidad. Sé el que quiero y sospecho que él también. El mejor burdeos es apto para el verano, el de menos calidad -lo toca con los dedos con cierto desdén- es para el invierno. Previo regateo me llevo el de lana pero climatizado. Parece muy satisfecho por la venta. Poco después a un joven vendedor especialmente encantador le adquiero algunas pequeñas piezas de cerámica sólo para complacerle un poco. No hay tiempo para nada más.

No me apetece pasar mucho rato en el museo de la ciudad atestado de turistas, además no es el museo cairota pero los mosaicos romanos tienen su encanto. Salgo pronto y espero acechado por los mosquitos. También hay demasiados turistas en la antigua población de Sidi Bou Said, situada en lo alto de un acantilado, pero el restaurante Dar Zarrouk constituye una agradable sorpresa. Cruzamos el jardín y un comedor para dirigirnos a la terraza (foto). La puerta que da acceso a la terraza parece un lienzo con el mar turquesa de la bahía y, más allá, unas verdes colinas.

Hay tiempo por la tarde para ver el mausoleo de Burguiba cuyo lujo contrasta con las austeras tumbas del cementerio de al lado y unas antiguas termas romanas situadas junto al protegido palacio de su sucesor. Sólo han sido dos días y medio, regreso impaciente pensando en volver algún día para descubrir palmo a palmo la medina de la capital. Inch'allah.

Tuesday, May 15, 2007

Viaje a Túnez (I) - El maître de Monastir


Desde la capital, camino de Monastir, contemplo con sorpresa un paisaje que me resulta familiar: suaves ondulaciones cubiertas de olivos, el vértice de la autopista coloreado por adelfas en flor. Sólo algún minarete o las hileras de chumberas que separan las propiedades me recuerdan que estoy al otro lado del Mediterráneo. Demasiado recientes en mi retina las imágenes de Egipto como para esperarme algo tan distinto en un país relativamente próximo: aquí no hay desierto, salvo en el tercio sur, ni calles polvorientas, ni hormigueo de humanidad enturbantada. Es un país más occidentalizado, apunta alguien. Un país árabe con sus propios matices, más manejable porque no está superpoblado. Me digo que siete décadas de denominación francesa habrán influido lo suyo pero tampoco me parece una explicación muy completa. Los vecinos argelinos también tuvieron esa influencia y se han pasado los últimos años cortándose la cabeza entre sí.

En la playa de Monastir amplios complejos hoteleros se alinean frente a la playa. Grandes salones y jardines de buganvillas entorno a una espléndida piscina que seduce más que la estrecha playa de aguas repletas de algas. En el buffet los turistas rusos llenan sus platos con rodajas de sandía.

Opípara cena con un delicioso brick de atún y huevo seguido de cuscús de pescado y dulces árabes en la mesa ornamentada con pétalos de rosa. Dos hombres amenizan cantando melodías algo tristes del repertorio magrebí. Uno posee una agradable voz. Luego la inevitable danza del vientre a cargo de una joven de piel pálida, algo tensa por la propia desnudez.

Mis compañeros de viaje tragan y parlotean sin tregua. Con placer o envidia -según el sexo- fijan la mirada en las sugerentes caderas de la danzarina. Como en exceso, como todos, escucho al joven de voz privilegiada y observo admirado al maître que nos sirve, un hombre mayor impecablemente trajeado, muy diligente y de movimientos elegantes. Un muchacho lo ayuda. Maestro y aprendiz. Alguna vez le da órdenes, breves y concluyentes. El muchacho se apresura en silencio. El hombre es amable con discreción, se mueve con celeridad pero sin prisas, ama un trabajo que al parecer aprendió en Francia. Dormía y soñaba que la vida era una alegría; desperté y vi que tenía que servir; serví y descubrí que servir era la alegría, decía Tagore. Demasiada distinción para semejantes comensales. Teníamos que haberle servido nosotros a él.

Me tendí en la cama para ser devorado por los mosquitos de Africa pensando en ese hombre elegante que la dirección del hotel desea convencer para retrasar su jubilación inminente. Me digo que con los ahorros de Francia poseerá una casita, recibirá pronto una pensión occidental para vivir un retiro dorado entre los suyos. Me gustaría ser rico y ser su amigo, sería mi traductor y mi alcahueta. Depositaría en mi cama de una casa blanca frente a un mar turquesa pétalos de rosa que yo pegaría a la sábana con el semen vertido por el último amante.

Thursday, May 03, 2007

Un día a la semana



Apenas ha vaciado el primer par de cervezas los ojitos le resplandecen y se mancha de ceniza el impoluto pantalón. Habla sin tregua, entrelazando comentarios chuscos y ocurrentes ironías, rescatando de pronto alguna palabra de la jerga rural manchega que lanza victorioso al aire desafiando a nuestros lugareños desdentados por la gula y el atroz farfulleo dialectal. No he conocido a nadie tan gracioso como Jota, con su voz tan peculiar, la voz del castratto que al roce con las puntas de un bigote excesivo enronquece virilizándose. Gracioso en su día libre semanal, cuando se autoriza a abandonarse un poco. El resto de la semana no se le ve el pelo, descansando o cocinando en la casita con huerto, el convento de las josefinas como le llamo yo y que comparte con el otro Jota, serio y huidizo, pulcro hasta la extenuación. Difícil de sorprenderle tras la tapia conventual pero cabe imaginarlo en constante trasiego por los pasadizos y estancias con escobas, mocho, salfumán, trapos, lejía... Brillará la herrumbre de la vieja cama matrimonial que mucho tiempo atrás dejó de ser de doble uso para lamentación de mi Jota. Qué se le va a hacer.

Tal como conté en el primer post del blog a Jota le gusta perderse por los antros más cutres del decadente casco antiguo. Cuando lo ven aparecer, alcohólicos y pedigüeños se muestran amistosos y hasta felices. El los invita a un vaso de vino o a una cerveza, a un cigarrillo tras otro. El sigue vaciando botellines, provocando sonrisas con sus ocurrencias, se mete con todos, conmigo, pero es fácil consentírselo, nos reímos todos. Durante la ida, al final de la mañana, me repite hasta la saciedad que regresará conmigo al pueblo al anochecer. Llegada la hora se disculpa. No te molesta que me quede ¿verdad? Por supuesto que no pero más de una vez he regresado preocupado por dejarlo en compañía de personajes excesivamente perdidos. A la mañana siguiente suelo aparecer por el bar del pueblo para comprobar si ha regresado ya y si lo ha hecho sano y salvo. Así lo hice esta misma mañana. Allí estaba, sentado en la barra, delante de una cerveza, tan gracioso como veinticuatro horas antes, cuando salimos. Le entregué el pollo entero, el hígado de cerdo y las dos cazuelas de los chinos que compró en la ciudad y dejó en mi coche. Me lo agradeció inventándose ante los presentes no sé qué historia sobre la pinga de un moro y yo...

Jota, en pleno abandono alcohólico, padece alguna reacción extraña, algún enfado inmotivado al que seguirá un pequeño ajuste de cuentas. Ayer, en uno de los antros y ante uno de los perdidos, se me ocurrió mencionar una aventura que él mismo me había contado y que le ocurrió en uno de esos apartamentos sucios y destartalados al que le invitan los perdidos para seguir bebiendo y fumando cuando los antros han cerrado ya sus puertas. Al parecer ese día había comprado cervezas y un pollo entero para cenar algo. En el apartamento había gas pero no había aceite y no se sabe muy bien con qué lo cocinaron, a él le pareció que con un poco de agua, el caso es que le sirvieron un pedazo de pollo muy asqueroso, según sus propias palabras. Por contar eso, Jota, que habla mucho más y sin tener en cuenta delante de quién, se molestó conmigo durante algunos minutos. Yo, sin dejar de reírme, le preguntaba una y otra vez que qué importancia tenía eso, no era más que una anécdota, ni siquiera yo sabía con quienes había ocurrido y el que nos escuchaba era un joven esquizofrénico, o sea un perdido entre los perdidos que estaba ahí sentado con nosotros por la cerveza y los cigarrillos y al que daba absolutamente igual la conversación.

El alcohol le permite a Jota evadirse por unas horas de la rutina, la cama demasiado ancha, el inenarrable patrón y de algunas cosas más. Y a mí, de rebote, me salva por un día del sopor provinciano. Pero temo por su hígado.