Saturday, September 16, 2006

Toda la belleza del mundo (I)


A. era un ser libre: comía cuando tenía apetito, dormía cuando tenía sueño y amaba a sus amantes -o el amor que se inventó por ellos- hasta el día que se deslizaban a su respectiva tumba. Era un manchego jovial y positivo que vivía en una isla remota y paradisíaca rodeado de palmeras, orquídeas, playas de lava y pajaritos rojos. Me lo presentó un amigo común en Praga que iba a exponer sus pinturas en su café-librería del distrito de Vinohrady. A la inauguración acudí con cierta aprensión pues él confiaba demasiado en el éxito de la exposición, que sus lienzos gustasen y se vendiesen, y yo no entendía de pintura, lo abstracto lo rechazaba, era un poco especial y me dije que tendría que mentir para no herirle. Afortunadamente no hubo necesidad: A. había combinado las líneas atrevidas del modernismo praguense, que yo tanto admiraba, con la exhuberante vegetación tropical que él llevaba en su cabeza. La belleza creada por el hombre y la del propio creador, o sea toda la belleza del mundo. Me quedé las cúpulas de la Loreto con sus cruces doradas, flanqueadas por palmeras y flores rojas bajo un cielo que anunciaba lluvia tropical.

A. permaneció pocos días en la ciudad pero no dejó un solo día de recorrerla hasta el extremo de romper los pantalones cortos de piel que lució todos los días junto a coloridas camisas hawaianas. Llegó incluso hasta el lejano castillo de Konopiste de donde volvió extasiado porque había visto "las piernas más vigorosas y hermosas que había visto nunca". Me invitó a visitarle a su casa del Pacífico y, no queriendo despedirse sin una gentileza para los amigos comunes que lo habían alojado en su casa y organizado la exposición, propuso entregarles el pantalón roto de piel porque siempre les sería útil como trapo de limpieza.

Un año más tarde llegué de anochecida, procedente de Los Angeles, al aeropuerto de Kona. A. se abalanzó hacia mí blandiendo una guirnalda de orquídeas blancas que me puso a modo de collar, como sucede en las películas ambientadas en islas paradisíacas. Cruzamos la Big Island de costa a costa por carreteras desiertas y bajo una fina lluvia, acostumbrándome al cambio automático de marchas del coche que había alquilado. Cuando llegamos a la urbanización de Kapoho, con casonas de madera ocultas entre palmeras frente a una playa que el volcán había cubierto de lava, A. propuso saludar a su amigo D., que vivía solo en una casa próxima a la suya, pues a la mañana siguiente se hospitalizaba en California por una seria enfermedad de próstata. Casi sexagenario como él y padre de familia numerosa con hijos ya adultos D. acababa de deshacerse del armario, de refugiarse en la isla y finalmente de tropezarse con A. entre unos matorrales cercanos a la playa de lava. Llamamos a la puerta y aparició medio dormido un hombre alto y fuerte con los ojos transidos, una larga melena rizada de rubio desteñido y un bigote blanquecino entre las mejillas rosadas. Le deseé good luck, mi inglés tampoco daba para muchas florituras.

Al llegar a la espaciosa casa de madera de A. éste se dirigió directamente al frigorífico para sacar un enorme pescado y mostrármelo durante varios minutos sujetándolo por la cola con el brazo extendido. "¿Qué te parece? Es nuestro almuerzo para mañana", me dijo. "Pero ¿tú sabes cocinarlo?. "Bueno... lo meteremos en el horno" contestó. Entonces pensé que iba a pasar allí veinte días, que el restaurante más próximo estaba en la ciudad a no sé cuantas millas y que yo estaba acostumbrado a los restaurantes praguenses, relativamente económicos. Por si fuera poco acababa de observar que en la cocina había una grandiosa pintura de la diosa del volcán, una mujer de formas generosas tumbada desnuda en la playa, sin que la afease la menor mancha de grasa. De la diaria copa de becher, ese bendito orujo medicinal, preferí no acordarme. Me mostró mi habitación. La almohada desprendía un olor extraño pero la funda estaba limpia. Era yo quién debería adaptarse a los olores del trópico.

Al día siguiente visitamos Hilo, la ciudad más próxima, con su jardín japonés y convencí a A. para almorzar en un restaurante. De noche, en la casa de madera, nos despertó el teléfono. Sin duda era D. desde California. Nada más colgar A. dirigió sus pasos hacia mi habitación para comunicarme, sin mirar si yo me había despertado o no, que a su amigo los médicos le habían pronosticado sólo dos años de vida. "Qué horror" acerté a decir mientras me incorporaba. "Sí, fíjate, otra vez me quedo sin sexo" me respondió con infinita pena mientras se le humedecían los ojos.

(Continuará.)







2 Comments:

Blogger Ela é said...

También me gusta como escribes!!!

2:40 am  
Blogger El Castor said...

Bueno, yo a tu edad no tenía la madurez que tú demuestras en tus escritos. Sigue así.

8:30 pm  

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