Sunday, December 24, 2006

Días de cielo


Me agradan bastante estos días de fiesta y tregua. Los comercios están repletos de tentaciones, las personas nos sentimos más predispuestas a ser amables. A Yourcenar cualquier período de felicidad -y cualquier progreso de la humanidad- le parecía un prodigio. No esperaba mucho de la condición humana. Ya sé que una tregua no es una paz definitiva, que terminadas las fiestas se volverán a afilar los cuchillos, pero me gusta esta paz transitoria.

Soy indiferente a los motivos de las celebraciones. En Navidad el orbe cristiano celebra el supuesto nacimiento de Cristo pero no sé mucho más. Me parece que uno es cristiano porque sus progenitores se lo estimularon durante la infancia, porque siente la necesidad de trascender, para combatir la ansiedad que provoca el conocimiento de nuestro propio fin, para huir de la soledad... Si hubiésemos nacido en La Meca o en Rabat, Dios se nos hubiera mostrado de otro modo, nos hubiera exigido otra forma de adoración y, cabe también decirlo, nos hubiera resultado mucho más difícil deshacernos de él.

Refiriéndose a su ruptura con Dios durante su adolescencia Simone de Beauvoir afirmó que le era "más difícil pensar en un mundo sin creador que en un creador cargado con todas las contradicciones del mundo". Coincido plenamente. La culpa es del hombre, Dios nos mostró el bien, me dijo una cristiana. Pienso en esos niños que mueren a causa de alguna enfermedad con toda la tragedia que eso supone. ¿También cabe culpar al hombre por no haber conseguido la superación de todas las enfermedades? ¿Dónde está en esos momentos el buen Dios? Lo siento, no. Dejen de contarse patrañas.

Me gusta esa foto de Beauvoir frente al espejo. Es la inteligencia que se mira, que da la espalda a la hipocresía religiosa, mundana. Buena imagen para unirme a los festejos de estos días y, si no es mucho pedir, que 2007 sea mejor para todos.

Friday, December 08, 2006

El laberinto cairota


Navegando de Esna a Luxor con cierta aprensión: hay que pasar por la esclusa para superar un desnivel de ocho metros, según el tráfico fluvial la espera se puede prolongar horas y horas. Tenemos suerte, nuestra motonave es de las primeras en llegar y en poco más de una hora superamos el escollo. Observamos con curiosidad como la esclusa se va vaciando de agua, cómo lentamente nuestro barco va descendiendo los ocho metros. Tras la cena estamos deseando pisar tierra firme para descubrir Luxor. Hay que tomar dos taxis, el muelle está alejado de la ciudad. Ante nuestro asombro un niño conduce nuestro taxi hasta que nos detenemos en la misma carretera junto a una casa. Llama a alguien y aparece un adulto que llega jadeante y lo reemplaza al volante. Entramos en Luxor y descubrimos una cornisa elegante bordeando el Nilo, a un lado imponentes edificios como el del hotel Winter Palace de estilo victoriano (1.886) rodeado por un jardín tropical. Un poco más allá, en pleno centro, el templo de Luxor y su avenida de las esfinges, todo suavemente iluminado. Nuestros conductores siguen más allá del centro y ante nuestro asombro se detienen junto a un gran comercio donde nos invitan a descender para comprar. Nos negamos exigiéndoles que regresen al centro. Cumplen a regañadientes. Paseo por el zoco, más rico y variado que los de Asuán y Esna, pero con los vendedores menos predispuestos a ceder en los precios. Tomamos té y karkadé en la terraza del bar Alí Babá con vistas sobre los muros del templo iluminado.

El cuarto día da para mucho: nos fotografiamos junto a los colosos de Memnón, visitamos los templos de Karnak y Luxor, el valle de los Reyes y el templo de una reina de enrevesado nombre: Hatshepsut. En las pequeñas ondulaciones del valle de los reyes, bajo la arena, se han ido descubriendo las tumbas de numerosos faraones y los arqueólogos siguen buscando. Antes del viaje recordaba vagamente que se habían producido algunos atentados terroristas en Egipto pero opté por ir sin ubicarlos en el tiempo y el espacio. De regreso sí he buscado la información: en el mismo mes, nueve años atrás, sesenta y dos turistas en su mayoría alemanes fueron acrillados en el templo de la Hatshepsut. Yo no había querido saber y el guía por supuesto no mencionó nada, así, en mi retina, el recuerdo es agradable: grandes escaleras que ascienden a un templo rectangular construido en la roca y sostenido por columnas. Cena en el restaurante de otra motonave, más lujosa. El director, muy amable, fiel a la hospitalidad árabe, nos da la bienvenida y nos acompaña con un rosario en la mano. Al anochecer nos despedimos del Alto Egipto para volar con puntualidad hacia El Cairo. Apenas una hora más tarde el avión inicia el descenso: desde la ventanilla se observa una ciudad que parece interminable.

El primer día en El Cairo descubrimos las pirámides, que están junto a la ciudad. Como reconoce N. es un momento emocionante: las hemos contemplado en los libros y en múltiples imágenes, han quedado grabadas en nuestro cerebro de tal modo que su silueta nos es familiar pero por primera vez las tenemos delante de nuestros ojos y esa es la imagen que perdurará, más precisa, más personal. Y ahí está la esfinge de Gizeh, como un centinela de las pirámides esculpido en la roca. Me siento en una piedra a contemplar y se me acerca un hombre simpático con chilaba, bigote y turbante. Me pide la cámara para hacerme una foto, luego se la hago yo a él. ¿Para qué?. Me obsequia con tres pirámides en miniatura. No me gustan, no las quiero pero insiste y a más rechazo más insistencia. Me pide la propina. Mierda, no me quedan monedas, le doy un billete de diez euros porque quiero sacármelo de encima (a él) y algo hay que darle. Le pido con toda la candidez del mundo el cambio. Saca de su bolsa un turbante saudí de pésima calidad y me lo da. Lo rechazo e insisto en el cambio. Me devuelve sólo alguna moneda. Hay un policía al lado pero no quiero líos: no me roba, me vende servicios y tonterías que yo no quiero pero que ya he pagado con creces. Lo pierdo de vista y me quedo como un bobo, por segunda vez en pocos días.

Almorzamos en un restaurante con vistas a las pirámides y la tarde la destinamos a descubrir uno de los lugares más exóticos y pintorescos del centro de la ciudad: el bazar de Jan Al-Jalili. Por el laberinto de estrechas calles polvorientas repletas de pequeños comercios un paciente asno con un cargamento de coles se abre paso entre la muchedumbre enturbantada, un auto desvencijado cierra el paso en otra callejuela obligándonos a hacer equilibrios por lo que alguna vez fue una acera. Huele a cúrcuma y cardamomo. A menudo la gente sonríe, los vendedores parlotean en todos los idiomas, el almuecín llama a la oración y en unos instantes las voces de un segundo y un tercer almuecín se confunden desde los alminares cercanos. En el corazón del Jalili la espaciosa plaza de la mezquita de Al-Hussein y más allá Al-Azhar, con la antiquísima universidad convertida hoy en día en vivero del fundamentalismo islámico. Enfrente, agradables terrazas para tomar té y fumar el narguilé o shisha, detrás, escondido en el laberinto, el café al-Fishawi adonde acudía Naguib Mahfuz... Imperdonable no haberle leído todavía.

El sexto día de viaje visitamos el museo de arte egipcio tras superar el caos circulatorio. Un hermosísimo edificio colonial de 1900 que alberga una colección única de arte faraónico, muy anterior a Cristo, o sea a todo. El escriba sentado, el trono de Tutankamón, un joyero de loza y marfil... así hasta más de ciento veinte mil piezas, entre las exhibidas y las que permenecen almacenadas. Me quedé atónito delante de unas cajas doradas enormes que superpuestas parece que servían originalmente para ocultar un sarcófago. Qué locos fabulosos, me dije. Ya en sus orígenes la locura megalomaníaca dominaba al mundo.

Barrio copto con iglesia y un poco más allá, muy vigilada, una sinagoga. La mezquita de alabastro (foto), la pirámide escalonada del faraón Zóser... A la salida de un comercio esperando al resto del grupo un abuelito encantador limpia los zapatos a M. Luego me mira señalando mis zapatos. Nadie puede llevar calzado limpio en esta ciudad pero accedo, está bien que se gane alguna moneda ¿no? Al final tengo que pedirle que se apresure pues ya esperan todos en el minibús. Le doy cincuenta céntimos, me pide un euro. Observo que mis zapatos nuevos ya son del mismo extraño color marrón/anaranjado que los de M...

Me voy de Egipto con sobredosis de arquitectura y arte milenarios, impactado por ese mundo distinto a todo lo que había visto hasta ahora. Hemos madrugado mucho, el avión se alza y llego a destino sin apenas darme cuenta. Estoy deseando volver.

Sunday, December 03, 2006

El Alto Nilo: el planchador de Esna


Egipto es el Nilo, el agua es vida. Los más de setenta millones de egipcios viven junto al río o en su extensísimo delta. El resto es un inmenso desierto. Viernes, 24 de noviembre: nuestro avión desciende al atardecer en Asuán, a la puesta del sol un cielo rojizo nos da la bienvenida. Un minibús nos traslada al muelle por una carretera flanqueada por acacias, palmeras y lantanas. Nos acomodamos y cenamos en el Akhnaton, uno de los más de trescientos barcos que surcan el sur, entre Asuán y Luxor. Alguien cuenta que estos cruceros ya no van más allá de Luxor para evitar agresiones a los turistas por parte de los lugareños empobrecidos y fundamentalistas. De noche contratamos un par de taxis para conocer el centro de Asuán. Tomamos té y karkadé (infusión de color rosado a base de pétalos de hibisco) en una terraza donde nos abordan los primeros vendedores. Luego recorremos una parte del zoco: una calle ancha y oscura, sin asfaltar, polvorienta, repleta de comercios que venden chilabas, especias, falsos papiros, estatuillas... Casas desvencijadas, suciedad, hombres en chilaba y hermosos turbantes deambulan sobre el polvo, los comerciantes se nos acercan, nos acosan, insisten en vender con las palabras aprendidas de los turistas españoles que nos han precedido. Noche a bordo en los camarotes del Akhnaton varado en el muelle.

El segundo día visitamos la presa de Asuán, construída en los sesenta para poner fin a las frecuentes inundaciones que sufría la región y generar energía. Obra colosal realizada con asesoramiento soviético -tras la negativa norteamericana- y financiada gracias a la nacionalización del canal de Suez. Visitamos a continuación el obelisco que yace inacabado en la cantera y ahí descubro la importancia que conceden en este país a la propina. Uno de los guardianes me llama y me pide que le siga para conducirme a un rincón oculto, me da una pequeña piedra para que golpee una gran masa pétrea de la cantera mientras él toma mi cámara fotográfica para inmortalizar semejante estupidez. Me pide unas monedas y además discreción porque ese favor que se supone que me ha hecho no le está autorizado. Me siento un bobo mientras me reintegro al grupo.

Aún hay tiempo durante la mañana de visitar un poblado nubio. Los nubios son individuos esbeltos de piel oscura, habitantes del sur egipcio y del norte de Sudán. Una faluca -embarcación típica- conducida por dos niños de tez oscura nos recoge en nuestro barco. Durante el agradable paseo vemos la fachada del mítico hotel Old Cataract donde solía pernoctar Agatha Christie y donde más tarde se rodó "Muerte en el Nilo". Nos acercamos finalmente a la orilla donde nos aguardan, sentados en la arena, algunas decenas de nubios con sus mercancías, entre las que abundan pequeñas figuras de madera. Algunos toman un baño, otros compramos tras negociar el precio como es debido. Subimos por la arena hasta un camino donde nos aguardan unos camellos. A cada uno nos corresponde un camello y un niño que lo dirige. Este me pregunta mi nombre y me dice que mi camello se llama Fernando Alonso. Es simpático. Me ayuda a subir, me indica que debo agarrarme con fuerza y me recuerda que al final tengo que darle una propina. Fernando se alza sin mucha delicadeza, me tambaleo, me agarro con todas mis fuerzas al pequeño palo de la montura pensando que voy a caerme inevitablemente. Resisto. Fernando trota al borde del precipicio, el niño me pide la cámara para fotografiarme como si yo estuviese dispuesto a despegar mis manos del palo salvador. Le pido más lentitud. Llegamos al fin al poblado. Nos sentamos en el patio de una casa, tomamos té. Por un euro una mujer nos tatúa con henna en el brazo una pequeña imagen o alguna palabra en el alfabeto árabe. El nombre del marido, de la novia, del hijo... yo elijo un nombre árabe. Alí es demasiado corto, Slimane mejor, me gusta como suena y me recuerda a un antiguo y ocasional amante. Elección equivocada: en Egipto el nombre varía un poquito, coincide exactamente con el apellido del tonto del grupo y da lugar, claro está, a algún comentario fácil.

Por la tarde iniciamos la navegación para recibir la primera dosis de templos del antiguo Egipto: Kom Ombo. Los muros bellamente iluminados grabados con extraños símbolos, cocodrilos momificados en una urna. Por la noche en el barco hay fiesta árabe para la que hay que procurarse una chilaba y algún turbante. Tras las explicaciones del guía en el templo nos precipitamos a las tiendas para el regateo extenuante y a contrarreloj pues no disponemos de mucho tiempo.

El Nilo es un río majestuoso de tranquilas aguas azules. Es un placer durante la navegación observar ambas riberas, un auténtico vergel de airosas palmeras y grandes acacias con las dunas del desierto de fondo. Se van sucediendo pequeños poblados de nubios con sus airosos minaretes pinchando el cielo azulado que apenas blanquean los cirros, ordenados en líneas como breves pinceladas. El tercer día de viaje, por la mañana, nos detuvimos en Edfú para visitar el templo faraónico del dios Horus con sus magníficas columnas y pilonos simétricos. En el muelle nos subimos a unas calesas tiradas por un asno para cubrir el recorrido hasta el templo. Fue un espectáculo único: un montón de calesas levantando polvareda por las calles de Edfú, conducidas por individuos excitados, enfundados en chilabas sucias y descosidas, que gritaban y azotaban al animal para que se apresurase a llegar cuanto antes a destino y así arañar algunos minutos que, al final de la jornada, permitiesen realizar un par de trayectos más. Aunque el guía egipcio afirmó que los conductores eran los propios dueños de la calesa su aspecto desaliñado y miserable invitaba a la duda, un negocio con turistas que dura todo el año no es tan mal negocio como para impedir que su dueño luzca una chilaba sin agujeros. Lo de la limpieza, claro, ya es otra cuestión.

Al atardecer, camino de Luxor, navegando hacia la esclusa de Esna, dispusimos de algo de tiempo libre para visitar esta ciudad poseedora de un hermoso templo. Al parecer Esna ha dejado de ser una parada habitual de los cruceros y sólo en función del horario para cruzar la esclusa se puede o no disponer de algún tiempo para su visita. Vacío de turistas, el zoco (calles comerciales del centro) no ofrecía un buen aspecto y los comerciantes se mostraron especialmente insistentes con nosotros. Difícil así mirar con tranquilidad y elegir, más aún huir sin comprar. Optamos por sentarnos en las mesas de un precario bar en una callejuela polvorienta, como todas. Un hombre servicial enfundado en una chilaba sucísima nos servió té y karkadé. J. acudió con unos niños descalzos dispuestos a mostrarnos una iglesia copta y algún edificio más un poco más allá del zoco donde ya no hay presencia policial (la llamada policía turística, omnipresente, está en los hoteles, cruceros, monumentos, zocos y trayectos hasta los monumentos pero lógicamente no está en los lugares carentes de interés turístico). Pasamos junto al sorprendente templo de Cnum, el dios de las fuentes del Nilo, con cabeza de ternero, ahí hundido en una explanada junto al zoco. Cruzamos callejuelas muy sucias con casas en un estado tan lamentable que nos parecían abandonadas. Ibamos juntos seguiendo a los niños, las mujeres con un cierto temor. No entramos en la iglesia copta, sí visitamos un pequeño y rudimentario molino para obtener aceite de sésamo. Propinas. Luego nos tropezamos con un pequeño local sin puertas donde un abuelito simpático planchaba una chilaba. Nos miró y nos quedamos ahí, mirando. Estaba sentado, muy gracioso tocado con un gran turbante, moviendo una enorme plancha. Entonces tomó un pequeño pote con agua que tenía al lado, llenó su boca, alzó la cabeza y empezó a expulsar despacito el agua, como creando un vapor, encima de la chilaba al mismo tiempo que, con la otra mano, realizaba el planchado. Nos quedamos tan atónitos que nos olvidamos de la fotografía y de la propina.