El placer de viajar

Me encanta viajar, una actividad integrada en un proyecto más amplio al que sigo aferrado: el de conocer. Me gusta por lo que supone de aventura personal, de cambio en mis relaciones con el mundo. La novedad de lugares, rostros, idioma, gastronomía me brinda emociones insustituibles. En los últimos años he viajado bastante menos. La madurez, esa edad de la discreción, me ha instalado en casa, eso sí, rodeado de decenas de objetos, la mayoría de escaso valor, pero que al observalos me trasladan con nostalgia al pasado, a mi vida en Praga y Budapest y a buena parte de los lugares visitados.
Una caricatura de Sartre a lápiz de 1964 adquirida en un anticuario me recuerda mis interminables paseos por la Ciudad Vieja praguense, un lanzador en bronce de 1925 mis escapadas al mercadillo de antigüedades de Stredokluky. Cada domingo, a primera hora, acudían a ese mercadillo auténticos depredadores alemanes y holandeses para aprovecharse de la necesidad de los checos por vender en los años posteriores a la caída del muro de Berlín. Estos no siempre conocían el valor de lo que vendían. Mi amigo A., experto en estilográficas, adquirió una de antigua previo regateo por el equivalente a una decena de euros, la subastó en Londres y con el botín obtenido adquirió un volvo familiar seminuevo. Yo iba a Stredokluky, raramente y ya avanzada la mañana, con ánimo de curiosear y si hallaba algún pequeño objeto que me gustase, como una pintura de dimensiones reducidas o un simple plato de porcelana, lo adquiría.
No he sido un viajero compulsivo. No separo el interés por el patrimonio monumental del gastronómico, por ejemplo, y valoro aspectos sociales como la seguridad o la situación de los derechos humanos y aspectos económicos como la carestía de la vida. Ni hablar de pasarme horas en una avión para permanecer días y días en un hotel más o menos lujoso junto a una playa tropical y poco más. No me seduce la locura colectiva de la India, con sus castas y sus miserables agonizando en las calles, ni los países islámicos donde esa religión, opresiva, a menudo asfixiante, domina hasta en los más nimios detalles de la vida cotidiana. Africa, desde el punto de vista antropológico y paisajístico, resulta sin duda seductora, y además dicen que sus gentes son acogedoras, pero voy descartando países con diversas consideraciones. Me invitaron a Burkina Faso que a priori parece de los menos complicados pero se me aparece el listado de vacunas y su relación con diferentes enfermedades, las épocas a eludir por la climatología, la comida monótona, las largas distancias por precarias carreteras hasta las regiones de interés... finalmente caigo en el desánimo ante el catálogo de obstáculos.
Me siento muy a gusto cuando viajo por Europa. Me agrada hacer pequeñas compras pero no tener que pagar cifras astronómicas por ello y menos aún por una comida o una copa, por esta razón no he estado en Escandinavia aunque me hubiese gustado conocerla. Países de la antigua URSS como la propia Rusia, Ucrania, Armenia, Georgia y otros constituyen un mundo por descubrir para mí y la mayoría de occidentales pero todavía todo es demasiado precario, tosco, absurdo y primario. Estuve en San Petersburgo, no me apetece mucho descubrir Moscú, ahora en manos de todo tipo de mafiosos. Salvo el norte y el este, en el resto del Viejo Continente se hallan todos mis destinos favoritos.
Volveré a Praga, que es parte de mi vida, aunque ya no es la ciudad en plena transformación que tan bien conocí. Y a Bratislava, Budapest y quizás a Sofía y a Polonia. Recorrer sus callejuelas de adoquines, flanqueadas por edificios cuyos arquitectos mimaron al construirlos, entrar en los pequeños anticuarios repletos de restos del esplendor de la época de entreguerras porque la vida quedó petrificada en esos objetos mucho más que en cualquiera de sus momentos... Entrar enfin en sus acogedores restaurantes para redescubrir su sabrosa cocina, elaborada, generosa y sencilla, sin pretensiones.
Como siempre mi post ha resultado desordenado, como si una ansiedad injustificada me impidiera ordenar mis ideas. Sartre contó algo divertido. Se tomaba corydrane, un medicamento psicotrópico, cuando escribía textos filosóficos pero se abstenía de hacerlo para escribir en otros géneros. Una vez tomó corydrane mientras escribía una novela, pretendía contar que el personaje regresaba a su casa pero no lo conseguía. Su cerebro generaba tal flujo de ideas, le ocurrían tantas cosas al personaje camino de casa que nunca llegaba a ésta. Yo no tomo nada, ni siquiera un poco de alcohol, voy fumando pero la nicotina no tendrá un efecto ansiolítico como yo mismo me inclino a pensar.