Viaje a Túnez (II) - El vendedor de gorros
No podemos entrar en la gran mezquita de Kairouan, reservada sólo a los musulmanes. Desde la ventana apenas apreciamos las columnas y el piso tapizado de alfombras de la sala de oraciones. Desde el amplio patio central con arcadas observamos el airoso minarete de ladrillo, testigo mudo de casi mil trescientos años de vida en esta antigua ciudad santa. Espléndido zoco encerrado en las murallas, la medina. Hay más artesanía y muchas menos chilabas que en los zocos egipcios y los vendedores resultan menos insistentes. Almorzamos en el hotel La Kasbah mientras otros turistas en el jardín toman un baño, se broncean o leen tumbados bajo la sombra de buganvillas multicolores. Vino tinto tunecino más que aceptable. Mi botellín resulta más caro que la botella de rosado que han compartido otros. Pues así será. Viene una compañera indignada para que traduzca, supone que pretenden cobrarles la mía. Me indica el camarero que se equivocaron con el precio de la botella grande, cuesta el doble que la pequeña. La compañera sigue indignada. Por la tarde en El Jem nos movemos por el anfiteatro romano, el tercero más grande de la época imperial. La calle que une el aparcamiento con el monumento está jalonada de comercios, los jóvenes vendedores resultan encantadores.
Tras dos noches en Monastir abandonamos este ghetto turístico para descubrir algo del norte: la capital, Cartago y Sidi Bou Said. Colinas junto al mar cubiertas de espaciosas casas pintadas de blanco con trabajadas rejas de hierro pintadas de azul. Todas con jardín, con palmeras y buganvillas. El centro de Túnez capital resulta muy acogedor: gente tranquila que viste a la occidental, niños sonrientes, ancianos con el cráneo cubierto por un elegante gorro color burdeos. Entre las callejuelas del zoco se alzan bellísimos minaretes pero los almuédanos resultan menos insistentes y ruidosos con sus llamadas a la oración que en las ciudades egipcias. Un viejo comerciante estrábico me muestra dos calidades de gorro color burdeos. Le digo que son caros y demasiado calurosos. Muestro interés por otros y da sucesivas órdenes a su vendedor para que los saque de las vitrinas mientras él se limita a probármelos sin alabar su calidad. Sé el que quiero y sospecho que él también. El mejor burdeos es apto para el verano, el de menos calidad -lo toca con los dedos con cierto desdén- es para el invierno. Previo regateo me llevo el de lana pero climatizado. Parece muy satisfecho por la venta. Poco después a un joven vendedor especialmente encantador le adquiero algunas pequeñas piezas de cerámica sólo para complacerle un poco. No hay tiempo para nada más.
No me apetece pasar mucho rato en el museo de la ciudad atestado de turistas, además no es el museo cairota pero los mosaicos romanos tienen su encanto. Salgo pronto y espero acechado por los mosquitos. También hay demasiados turistas en la antigua población de Sidi Bou Said, situada en lo alto de un acantilado, pero el restaurante Dar Zarrouk constituye una agradable sorpresa. Cruzamos el jardín y un comedor para dirigirnos a la terraza (foto). La puerta que da acceso a la terraza parece un lienzo con el mar turquesa de la bahía y, más allá, unas verdes colinas.
Hay tiempo por la tarde para ver el mausoleo de Burguiba cuyo lujo contrasta con las austeras tumbas del cementerio de al lado y unas antiguas termas romanas situadas junto al protegido palacio de su sucesor. Sólo han sido dos días y medio, regreso impaciente pensando en volver algún día para descubrir palmo a palmo la medina de la capital. Inch'allah.