El señor Tekeyan
"De la vida he recibido sólo lo que he dado. Lo que di a otros me ha sido devuelto, sereno y reforzado, para acompañarme eternamente" (Vahan TEKEYAN)
Su frase es un modelo de elegancia porque en realidad no recibió apenas nada e incluso perdió un ojo tras una brutal paliza por parte de hijos de la misma patria mitificada. Vahan Tekeyan en cambio dio mucho, dicen que gracias a su sensibilidad compuso bellos poemas sobre la vida, el amor y la patria, y que lo hizo buscando siempre, casi obsesivamente, la palabra precisa. Hay quien le considera ahora el poeta nacional de Armenia, los centros comunitarios y centros de estudios de la diáspora llevan su nombre. Pero nada de eso ya le atañe, los reconocimientos post-mortem están bien pero resultan en vano.
Lo describen como un hombre taciturno y amargo, víctima de la soledad y el desencanto. Quede claro que eso no es algo intrínseco, que dependa del azar de la biología y que nada tuviera que ver con el otro, o sea sus contemporáneos, quienes escribieron los horrores de la primera mitad del siglo XX.
Con apenas 18 años tuvo que huir de su Constantinopla natal por las persecuciones otomanas hacia la minoría armenia que precedieron al genocidio que empezó con la eliminación de sus amigos, la intelligentsia de la ciudad del Bósforo, y se completó con la limpieza étnica de los armenios en todo el territorio otomano. Tragedia a la que el mundo apenas prestó atención y que aún hoy, casi un siglo después, sigue sin prestarla, alentando de este modo al nazismo a acometer otra de proporciones aún mayores. Afortunadamente se había refugiado en Jerusalén poco antes del genocidio.
No sólo la brutalidad otomana sino también la intolerancia social ante quienes como Tekeyan precisaban de un entorno más libre y más comprensivo para intentar desarrollar una vida afectiva distinta a la norma, influyó en esa soledad y amargura. "Y es ahora que empiezo a comprender que el hombre puede saborear con el hombre el placer que busca, sea oculta o públicamente", escribió en otro esfuerzo por el optimismo.
Su pasión por la propia lengua y sobretodo el sentimiento de compasión por el destino trágico de los suyos le llevaron a un marcado sentimiento identitario bien reflejado en su obra poética que es lo que tanto en Armenia como en la diáspora más se admira hoy de él. Una actitud que le serviría en vida de único verdadero enlace con el mundo exterior y le procuraría además la subsistencia como maestro y escritor en los medios de la comunidad.
Si bien manifestó su deseo de pasar sus últimos años en la madre patria falleció en El Cairo, la ciudad más parecida a su Constantinopla natal también con su minoría armenia. Ciudades cosmopolitas, bulliciosas y de esplendor masculino en sus calles que nada tenían que ver con los rudimentarios y atrasados poblados entorno al mítico Ararat.
Llama la atención la foto de un banquete de la comunidad armenia del Cairo al que acudió como invitado a principios de los cuarenta. Aparece semioculto en un discreto segundo plano, cabizbajo, entre damas y caballeros que posan sonrientes. La frente ancha y despejada, la nariz afilada, el único ojo tras las lentes redondas y poco más. Como un visitante casual de este planeta enloquecido.